Page 86 - El club de los que sobran
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Capítulo 18











          A las 12 de la noche nos sentamos frente a la piscina de la biblioteca de Bustamante.

          Dos vagos expulsaban tremendos ronquidos, mientras sus perros jugaban en el pasto. El
          más  quiltro,  en  medio  de  un  recorrido  en  ciento  ochenta  grados  de  pura  excitación,
          terminó cayéndose al agua.
             Ni siquiera nos reímos. Las cosas no habían salido como queríamos.
             La ida al Hotel del Cerro solo nos sirvió para tener un par de cosas claras:
             Uno: Bellavista era el ejemplo más claro de lo clasista que es Chile. Una vez nos tocó
          un profesor en el ramo de comprensión del medio natural que, entre otras cosas, terminó
          apoyando a los cabros que se tomaron el liceo. Al pobre lo echaron «por comunista»,
          según dijo el director. Lo cierto es que José Manuel —así se llama el profe— en vez de
          hablarnos  de  la  cordillera  de  los  Andes  o  de  la  falla  de  San  Andrés,  terminó
          comentándonos que en nuestro país el destino de los niños está predeterminado por el
          lugar en donde nacen, su apellido y los contactos de sus padres. Yo me di cuenta de que
          en el barrio Bellavista la gente se divide naturalmente a partir de una calle: si te gusta Pío
          Nono,  entonces  eres  pobre.  Y  si  te  gusta  la  calle  Constitución,  entonces  vas  a  estar
          preocupado de que los pobres te roben tu camioneta 4×4.
             Dos: la belleza de la Dominga no era garantía de nada. Al entrar al lobby del Hotel del
          Cerro  —ubicado  a  los  pies  del  cerro  San  Cristóbal—  y  sonreírle  al  encargado  (todos,
          incluso Pablo), estábamos seguros de que saldríamos con el hermano del Chuña esposado
          y pidiéndonos clemencia. Pero a los dos minutos vimos a la Dominga mirando al suelo.
          Solo dijo: «Me fue mal».
             Y nosotros no le preguntamos nada más.
             Nuestro  siguiente  objetivo  fue  la  dirección  que  el  tal  Ricardo  Pérez  había  dado  en
          Inmigración: Salvador 345. Casi llegando a Pocuro, notamos que el lugar era parte del
          Hospital Salvador. En resumen, había mentido. ¿Es que acaso en Inmigración no tenían
          un simple GPS? Con razón los chinos nos tienen dominados, pensé.
             De vuelta en Bustamante, uno de los perros vagos comenzó a ladrar con fuerza. En la
          sombras, dos tipos con maletín de oficinistas vomitaban entre los arbustos. Su presencia y
          lo  que  hacían  en  medio  del  parque,  a  esa  hora,  nos  comenzó  a  alertar,  en  especial  a
          Chupete y a mí, que somos unos niños metidos entre grandes.
             Miré a Pablo, como pidiéndole su opinión, pero ni siquiera se dio por enterado. Siguió
          con la vista a los dos nuevos moradores de su parque, y apretó con fuerza su puño. Listo
          para la guerra, la Dominga fue la única que atinó a decirle algo al oído y tranquilizarlo.
             Todos  miramos  a  los  oficinistas  pasar  a  diez  metros  de  nuestro  lugar.  Como  en  las
          peleas de cowboys que le gustaban a mi papá, el primero en meter la mano al cinto y sacar
          la pistola, gana, pensé.
             Pero nadie disparó. Y a los pocos segundos, el silencio se apoderó otra vez de nosotros.


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