Page 92 - El club de los que sobran
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Capítulo 19











          No  nos  costó  llegar.  Caminamos  más  rápido  que  de  costumbre;  don  Juan  podía

          despertar  en  cualquier  momento.  Qué  bonito,  pensé:  antes,  buscado  por  una  madre  a
          punto de perder la razón; ahora, encargado a todas las comisarias del país y acusado de
          noquear a un pobre nochero de la junta de vecinos.
             Nunca pensé que alcanzaría la fama de esta forma.
             La calle Colo-Colo no me gusta, entre otras cosas porque soy de la U. A Chupete, fiel
          hincha del equipo albo, sí que le encanta, tanto que me susurró que estábamos en «terreno
          seguro». Ni siquiera me di el tiempo para contestarle. Divisé a unos pasos más adelante a
          Pablo y a la Dominga. Ella le tomó la mano justo cuando llegamos a la intersección con la
          calle  Tegualda.  Lo  supe  en  el  instante:  ella  tenía  miedo  y  pedía  protección  al  único
          hombre que se la podía dar.
             ¡Mi hermano ya era un hombre, maldición!
             Se detuvieron y esperaron a que llegáramos. Frente a nosotros se levantaba una bodega
          de unos cien metros cuadrados. Era la dirección de la guía de despacho. El muro de la
          propiedad tendría unos dos metros de altura, pero no se observaban púas ni alambres.
          Tampoco rayos infrarrojos u olor a caca de perro aburrido de que lo dejen cuidando un
          lugar así.
             Pablo dio las órdenes.
             —Voy a saltar el muro y rescatar al Chuña.
             —Ya  —dije—.  Y  si  quieres  nosotros  te  esperamos  con  el  Batimóvil  andando.  O
          Chupete puede armar una bola de fuego para que los malhechores mueran quemados.
             El combo fue directo a mi hombro, pero lo esquivé, al mejor estilo de La Roca. La
          Dominga retó a Pablo y me pidió que dejara de tirar tallas desubicadas.
             —Miren, lo peor es empezar a pelear en estos momentos.
             —Este péndex se debería haber quedado en la casa —dijo Pablo.
             —Oye, mal agradecido, gracias a mí estamos acá —respondí.
             —Yo noqueé a ese viejo —refutó Pablo.
             —La media gracia. Tiene como mil años, bruto.
             —Sí, pero tú estabas todo cagado de miedo.
             —Garabatero.
             —Pendejo metido.
             —¡Se pueden callar, el par de boludos! —gritó la Dominga.
             Le hicimos caso,  y un  silencio acompañó nuestra  pequeña humillación.  Hubiéramos
          seguido así, de no ser por una voz que nos llamó la atención.
             —Acá, giles…
             Se escuchó lejana, algo débil, como si el esófago estuviera aplastado por… No dudé:
          tenía que ser él. Miré a las alturas y, apoyando la guata en el borde de la muralla divisora,


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