Page 93 - El club de los que sobran
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aprecié a Chupete. Qué bonita imagen para publicar en Facebook, pensé.
             Con esfuerzo y dedicación, Chupete se pudo enderezar. Nos sirvió de vigía frente a la
          tormenta, igualito a los piratas del Caribe.
             —El patio está piola. No hay rottweilers.
             —¿Ves luces prendidas? —preguntó la Dominga.
             —No —respondió Chupete— Solo veo un…
             Y entonces se cayó al otro lado. Pablo perdió la paciencia y preguntó con ese tono
          insoportable.
             —¿Qué ves, guatón feo?
             —Veo…  veo  una  camioneta  negra…  una  camioneta  negra  regrande  —concluyó,
          imitando el tono argentino de la Dominga.
             Mi hermano no perdió el tiempo. Con caballetes nos lanzó a mí y a la Dominga al otro
          lado  de  la  propiedad.  A  los  pocos  segundos  se  reincorporó  a  nuestro  lado.  Todo  un
          superhéroe.
             Caminamos en cuclillas hacia la parte trasera de la bodega. Una escalera bajaba a una
          especie de subterráneo, y a Pablo no se lo ocurrió otra que seguirla. Descendimos por los
          escalones, tratando de no meter ruido, hasta que topamos con una puerta. Pablo intentó
          abrirla, pero estaba con pestillo.
             ¿Y ahora qué?
             No se demoró mucho en responder mi pregunta mental. Le dio una patada al vidrio y lo
          rompió. Luego introdujo la mano y corrió el pestillo.
             Okey. Ya éramos oficialmente unos niños-rompedores-de-todas-las-reglas-imaginables.
          ¿Cuántas embarradas más nos podíamos mandar?
             Respuesta definitiva: esto recién estaba comenzando.
             El lugar era un típico subterráneo de fábrica. O sea, era la primera vez que yo veía el
          subterráneo  de  una  fábrica,  pero  además  de  cientos  de  cajas,  suciedad  por  doquier,
          algunas máquinas antiguas y un olor a amoniaco y caca de ratas-gigantes, todo era como
          en las películas. Feo, hediondo y oscuro.
             Chupete me agarró la mano y no me importó. Como si aún estuviésemos en el Jardín
          Infantil Tolín, avanzamos cuidándonos el uno al otro.
             Divisé una escalera que apenas se distinguía en medio de la oscuridad, así que subimos
          los  peldaños  con  precaución,  hasta  llegar  a  un  pasillo  que  se  dividía  en  dos  caminos.
          Cresta, pensé, hasta acá llegamos. El infinito y más allá. Pablo se dio vuelta, pero antes de
          que abriera la boca, dije:
             —Ya sé. Acá nos dividimos.
             —Tú te vas con la Dominga. Yo con el guataca.
             Me quedé mudo. No, miento: nos quedamos mudos. ¿Qué pasaba por la mente de mi
          hermanito?
             Imposible saberlo. Lo cierto es que nadie se atrevió a contradecirlo. La Dominga me
          tomó la mano —sonreí— y avanzamos hacia lo desconocido. Antes de perder de vista a
          los otros aventureros, giré mi cabeza y vi a Chupete. Su calva resplandecía en medio de la
          oscuridad. No me dejes con el monstruo, parecía suplicar.
             Muy tarde, amigo.
             Seguimos por nuestro laberinto. La Dominga abrió sigilosamente las cinco puertas con
          las  que  nos  topamos.  Nada.  Típicas  oficinas  con  archivadores  viejos,  escritorios  de
          madera  y  calendarios  de  niñas  piluchas,  igualitos  a  los  del  garaje  donde  trabajaba  mi



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