Page 88 - El club de los que sobran
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—No sé —dijo la Dominga, para luego soltar una tremenda carcajada.
             Fueron segundos de anarquía, pero me sirvieron para darme cuenta de algo: a pesar del
          ruido,  mi  mamá  no  había  salido  a  la  calle.  Es  decir,  dormía  profundo,  probablemente
          gracias a alguna pastilla.
             Ayudé a Chupete a ponerse pie, y luego miré a mi hermano y a la Dominga.
             —En una de esas tenemos otra oportunidad —expliqué.
             —¿Como cuál? —preguntó la Dominga.
             Levanté los hombros y miré a Chupete. Después de todo, él había frenado mi entrega al
          enemigo. Sebastián Ortúzar, alias Chupete, más conocido como Chupetín por los amigos,
          se  sacudió  el  polvo  y  le  hizo  un  gesto  obsceno  a  Pablo.  Acto  seguido,  se  aclaró  la
          garganta y dijo:
             —Una cosa que aprendí del fútbol es esto: la estrategia no sirve de nada si no le pones
          magia.
             —Anda al grano, tarado —ordenó Pablo.
             —Ya hicimos todo lo que la estrategia nos ordenó. Es decir, conversamos con la gente,
          recopilamos los datos, fuimos directo a las fuentes.
             —¿Y desde cuándo hablas como un hombre grande? —le pregunté.
             —Desde  hace  tiempo,  pequeñín.  ¿Qué  crees  que  hago  los  viernes  y  sábados  en  la
          noche? ¿Ir a fiestas?
             —No, seguro que no —dijo con una sonrisa Pablo.
             —Tú lo has dicho, musculín. No salgo porque soy gordo, tímido y sin gracia alguna.
          En vez de eso, leo libros, investigo sobre diferentes temas. Sigo a los grandes: Cruyff,
          Herrera, el Zorro Álamos, Menotti… Bielsa.
             —Ese es un entrenador de fútbol —dijo la Dominga.
             —En efecto, mariposa del Río de la Plata. Son entrenadores. Tal y como voy a ser yo
          cuando sea grande.
             —Creí que querías ser jugador —dije. Chupete sonrió y explicó:
             —No nos saquemos la suerte entre gitanos, Gabriel.
             Pablo  perdió  la  paciencia  y  metió  la  llave  en  la  cerradura  de  nuestra  puerta.  La
          Dominga lo detuvo y le pidió clemencia.
             —Esperá hasta que diga su idea.
             Mi  hermano  dio  un  resoplido  de  búfalo  cansado,  giró  y  miró  a  Chupete.  Fue  el
          momento de más atención de su vida. Y como entrenador, explicó su táctica.
             —No sabemos dónde está el hermano del Chuña. Por ende, tampoco sabemos dónde
          está él. Tenemos dos direcciones erradas y unas mamás que nos esperan con el castigo
          más grande de nuestras vidas. Pero hay un dato que sí tenemos.
             —¿Qué sería? —Pablo levantó sus cejas.
             —El supermercado Eco le dio unos productos bacanes a la junta de vecinos que, para
          vergüenza  mía,  está  a  cargo  de  mi  mamá.  Son  sus  socios,  amiguis,  casi  pololos.  Yo
          busqué algún recibo en mi casa, pero no encontré nada.
             —Ya… ¿y? —me acerqué a él.
             —Lo que les decía. Ya ocupamos la táctica de lo correcto, lo que aparece en los libros.
          Ahora es momento de ocupar la magia.
             —¿Y ves a algún mago por acá? —preguntó Pablo.
             —No, pero para suerte de ustedes, tienen al frente a un niño con habilidades manuales
          —explicó Chupete, mientras del bolsillo sacaba su navaja suiza, herencia de su padre.



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