Page 94 - El club de los que sobran
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papá.
             —Los hombres son todos unos degenerados —dijo la Dominga con tono serio.
             No le llevé la contra. En una de esas tenía razón. Pero… ¿qué era ser degenerado? Me
          imaginé a Pablo en esa pieza de la casa okupa, todo ansioso y… ustedes ya saben. Qué
          horrible es la vida, concluí. Yo, un niño enamorado, metido en todo esto por una mujer
          que no me pesca. Y más encima, arrastrando a mi mejor amigo.
             Estaba en estos pensamientos cuando la Dominga me detuvo. De inmediato supe la
          razón. Luz a la vista, diría el vigía. Debajo de la puerta final del pasillo, cierto tipo de
          vida se vislumbraba. Ella movió la manilla con delicadeza, y entonces vino el comienzo
          del fin…
             Nos dimos cuenta de que estábamos sobre una inmensa bodega repleta de productos
          del supermercado Eco. El suelo que pisábamos se trasformó en una especie de riel que
          conectaba con una escalera para bajar al piso. En resumidas cuentas, estábamos en las
          alturas.
             Y por si fuera poco, abajo vi al Chuña. Vivito y coleando. O al menos eso creí en un
          principio.
             Pero volvamos al momento:
             No avanzamos. Solo nos quedamos ahí, mirando hacia abajo, donde el destino de un
          barrio se jugaba minutos de tiempo extra.
             Dos hombres con terno y cara de gerente avanzaron hacia una mesa. Uno de ellos abrió
          un  maletín  y  sacó  unos  documentos,  mientras  el  otro  mandaba  unos  mensajes  con  su
          celular. Luego se abrió la puerta y apareció. El mismísimo Chuña. De inmediato pensé,
          ¿qué hace el Chuña vestido así? Por primera vez en mi vida lo veía sin sus diez chalecos,
          sus bototos llenos de hoyos y sus tres pares de blue jeans puestos uno sobre otro. Ahora
          parecía… como lo digo… alguien normal. Espero que nadie se ofenda por esto, pero es la
          verdad.
             A  su  apariencia  se  sumaba  un  corte  de  pelo  y  una  afeitada  al  ras.  Cómo  cambia  la
          gente, pensé. De inmediato miré a la Dominga, y vi que una lágrima corría por su mejilla.
          No, no llores, quise decirle. Pero no hubo necesidad. Ella me miró y dijo:
             —Tranquilo, estoy bien.
             —¿Estás segura?
             —Sí, es solo que… no nos debimos haber metido en esto, Gabriel.
             No supe qué decirle. Solo agarré su mano y la besé en la boca. Y ella se dejó.
             Listo, podía morir tranquilo.
             Pero a los segundos, algo nos volvió a la realidad. Uno de los gerentes dijo:
             —Firme aquí.
             Y el Chuña asintió. Miramos hacia abajo y vimos el momento en que estampaba su
          firma.
             Bueno, es el final, pensé.
             Pero por supuesto que no era el final. Esta historia aún no tiene final, así que se podría
          decir que estábamos en ese momento parecido al que uno vive cuando está en el cine
          fascinado viendo una película y te das cuenta de que te has comido todas las cabritas. Es
          decir, estás frito. Tan frito como cuando desde una puerta en la planta baja, tres guardias
          de casi dos metros aparecieron arrastrando al verdadero Chuña.
             ¡Murió y resucitó!, gritarían en la iglesia.
             Y dos veces, añadiría yo.



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