Page 42 - El club de los que sobran
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simplemente  yo  era  el  conejillo  de  Indias  para  que  a  través  de  sus  «agudos»
          interrogatorios le informara de las actividades de Pablo?
             Lo miré buscando una explicación, pero él se introdujo en una micro que subía por
          Eduardo Castillo Velasco. Pensé: es el momento, Gabriel; o dejas de ser el niño mimado
          o te transformas en… algo.
             Saltamos la barra de metal que está al principio del pasillo y pasamos sin pagar. El
          chofer no le dio mayor importancia. ¡Si mi mamá nos viera! Su furia es de temer cada vez
          que el valor del Transantiago sube, producto de los morosos que se hacen los lesos.
             Me senté al lado de Pablo y miré su herida.
             —¿Dónde vamos? —pregunté.
             —A un lugar secreto.
             —Oye, ni que fuéramos a la Mansión Howard… ¿O te creís Harry Potter?
             —¿Quién? —contestó sin mirarme. Y qué quieren que les diga, me dio rabia. Una cosa
          es no creerse mago, pero otra muy diferente es no conocerlo. ¿En qué mundo vive este
          tipo?, me pregunté.
             Concluí  que  era  un  caso  perdido  y  que  le  echaría  la  culpa  si  es  que  mi  mamá  se
          enteraba de nuestras «actividades matutinas». Llegando a Juan Moya, Pablo se puso de
          pie y me tomó del cuello. Mientras caminábamos hacia la parte trasera de la micro, me
          susurró:
             —Oye, Gabriel, me vas a prometer una cosa: lo que pase ahora, no se lo puedes decir a
          nadie, ¿estamos?
             —¿Qué?
             Mi  cara  de  horror  debe  haber  sido  escalofriante,  porque  Pablo  se  partió  de  la  risa.
          «Nada»,  dijo  mientras  me  sacudía  el  pelo.  La  puerta  trasera  se  abrió  y  bajamos.
          Caminamos un par de pasos, hasta que mi hermano se frenó. Yo miré el lugar.
             —Oye, era verdad —dije.
             —¿Qué?
             —Esto es como la Mansión Howard.
             Abrió la reja y entramos a la casona.
             Okupa. Yo había escuchado la palabra en el liceo. También la había leído en la mochila
          de Pablo, hasta que mi mamá lo obligó a pintarla. Pero cuando leí en la entrada de ese
          caserón «Casa Okupa», me di cuenta de algo: cada día se aprenden cosas nuevas.
             La mansión tenía tres pisos y unas quince habitaciones. Lo primero que me llamó la
          atención fue el relajo que se vivía al interior. Se escuchaba una música étnica y desde la
          cocina  salía  olor  a  betarraga.  En  una  pieza  unos  diez  jóvenes  hacían  yoga.  El  hall de
          entrada estaba tapizado de flyers que anunciaban talleres de magia, malabarismo, teatro y
          danza, junto con algunos que denunciaban la brutalidad policial y el desalojo de casas
          okupas. Yo me acordé de las tomas del liceo y de esa mañana en que tiraron unas bombas
          lacrimógenas al patio y a mí me entraron ganas de llorar.
             Estaba con la boca abierta. Frente a mí se cruzaban hombres y mujeres cercanos a los
          veinte años, gente que uno ve pero con la cual uno nunca habla. De partida, nadie tenía un
          corte de pelo normal. Cuando digo «normal», me refiero a algo que haría un peluquero de
          un  centro  comercial,  como  don  Nicolás,  que  es  el  que  me  lo  corta  desde  que  tengo
          memoria en Comercial Madrid, en Bilbao con Pedro de Valdivia.
             Subimos por la escalera. Un par de tipos saludaron a mi hermano afectuosamente. En
          lo que a mí respecta, era como estar muerto: no existía para nadie. Al llegar al pasillo del



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