Page 39 - El club de los que sobran
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—¿Pucón? Pablo, allá hay puros cuicos. Pucón… ¿te has visto al espejo?
Me respondió con una charchazo que por poco me deja sordo. Definitivo: había
perdido la paciencia.
—Mira, ya me arrepentí de que vinieras.
—Ya, pero vine —dije.
—¡Pero no debiste!
—Oye, ¿vas a llorar como viuda en velorio o me vas a hablar en serio? —pregunté.
Pablo me quedó mirando y, tras pensarlo, se me acercó.
—El chofer me dijo que el papá de Chupete estaba en este bar.
—Entonces vamos y le preguntamos por el Chuña.
—Es que eso no es todo lo que me dijo, Gabriel.
Lo miré. No entendí en un primer momento, pero al ver la cara de mi hermano, supe
que la información que iba a recibir sería un poco más heavy. Y tuve razón.
—Parece que el papá de Chupete es un borracho. Y por eso lo echaron de los
bomberos.
—Imposible —dije de inmediato.
—Bueno. Tenemos dos opciones: o nos vamos y olvidamos el asunto, o entramos y
enfrentamos la verdad.
—¿Tengo alguna opción? —pregunté, iluso.
Por supuesto que Pablo no contestó. Cruzó la calle en dirección al bar El Tinto. Y yo,
como una sombra, fui tras él.
* * *
Cuando mi hermano abrió la puerta, inmediatamente me arrepentí. Cuatro mesas de
madera carcomida por el paso del tiempo eran la escenografía de un antro oscuro y
hediondo a vino. Al fondo, sobre una barra, un televisor en blanco y negro transmitía
carreras de caballos. Entre los clientes había tres hombres de más de cincuenta años, dos
con gorros de lana, algo que me pareció más que extraño. Anotaban en unas libretas y
veían atentamente la carrera. Más allá de la barra, una señora de unos sesenta años
levantó su horrorosa cara y nos miró. Yo me quedé paralizado, pero Pablo no se detuvo y
caminó hasta la última mesa, donde una espalda cubría un vaso de vino. Era el tío
Rodolfo.
—¡Este no es lugar para niños chicos! —dijo la dueña del local.
Yo le encontré toda la razón, pero por más que tuve la intención de salir arrancando,
mis piernas no se movieron.
Vi que mi hermano ya se había sentado junto al papá de Chupete, y le decía algo en el
oído. El tío Rodolfo lo miró fijamente y negó con la cabeza. Pablo insistió. Luego sacó
una fotografía del bolsillo y se la indicó. El tío Rodolfo no quiso mirarla, pero Pablo
prácticamente se la estampó frente a los ojos. Yo creí que estaba en medio de un juego de
acción y aventuras, onda Zelda, pero esto olía peor. La dueña cruzó la barra, se me acercó
y me tomó de los hombros..
—Te dije que te fueras, niño.
Los apostadores nos dirigieron sus miradas, sin entender qué hacía yo ahí. Seguí sin
moverme.
—No puedo —dije.
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