Page 44 - El club de los que sobran
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Capítulo 9











          Cuando  llegué  a  mi  casa  ya  era  de  noche.  No  quise  comer,  pero  a  mi  mamá  no  le

          importó mucho. Desde la cocina me preguntó por qué y yo simplemente le dije que me
          dolía la guata. Y eso fue todo. Me encerré en la pieza a mirar mis álbumes de fútbol y los
          aviones de maqueta de la Segunda Guerra Mundial que le gustaba construir a mi papá.
          Decía  que  era  un  ejercicio  para  no  perder  la  motricidad  fina,  entre  tanto  golpeteo  de
          carburadores,  motores  y  llantas.  Tenía  ganas  de  que  yo  aprendiera  el  «arte  de  la
          maqueta», pero no sirvo para estar encerrado mucho tiempo. Me gusta agarrar la bicicleta
          y perderme por el barrio, recorrer el parque, refugiarme en Girardi, sentir el olor de la
          madera  donde  los  anticuarios  de  Lautaro  y,  si  tengo  tiempo,  subir  por  Ñuble  hasta  el
          Estadio Nacional para ver a los cancheros cortar el pasto antes de que los hinchas de la U
          lleguen con sus bombos y fuegos artificiales.
             ¿Por qué había guardado todos esos aviones? No podía explicarlo. Me acordé del libro
          Hijo de ladrón y sentí que al lado del protagonista era un malcriado. Y, para colmo, un
          cobarde. Pensé en volver a la casa okupa, pero la sola idea de ver a Pablo con la Dominga
          juntos me dio pánico.
             No  dormí  bien  esa  noche.  Claro  que  tuve  pesadillas,  pero  la  verdad  es  que  no  las
          recuerdo.  Hastiado  por  el  calor  y  esperando  oír  a  mi  hermano  llegar,  no  ocupé  los
          algodones. Solo escuché las sirenas de los carros de bomberos.
             Al día siguiente era miércoles. Me levanté apenas noté que la luz del sol entraba por la
          ventana y caminé hasta la pieza de mi mamá. No toqué su puerta. La abrí y vi la cama de
          dos  plazas  apenas  desordenada.  Pensé  en  lo  increíblemente  sola  que  se  puede  ver  una
          cama sin ser ocupada por una pareja de papás que alguna vez fueron marido y mujer. Mi
          mamá estaba en el baño, pero de inmediato preguntó:
             —¿Gabriel?
             —Sí.
             —¿Qué haces despierto a esta hora?
             —Quiero hablar contigo.
             —Ah… estoy un poco ocupada, pero dime.
             No quise abrir la boca. Estaba confundido, y supe que hablar a través de la puerta no
          me ayudaría, así que esperé. Mi mamá salió a los pocos segundos cubierta con su bata
          celeste y una toalla enrollada en la cabeza. Me fijé en su mano izquierda: sostenía una
          afeitadora desechable. Mejor hablaba mirando hacia la puerta.
             —¿Qué pasa? —preguntó ella con apuro.
             —¿Qué estás haciendo con esa afeitadora en la mano?
             —¿Qué crees tú?
             —¿Hay un hombre en el baño?
             —¿Que si hay un hombre en el baño? ¿Por qué? ¿Acaso no puedo traer a un hombre a


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