Page 46 - El club de los que sobran
P. 46
teoría: el golpe con el borde interno es para los débiles, los verdaderos cracks le dan
velocidad y ubicación al balón con el empeine. Aquel que sepa sus secretos, podrá llegar
lejos.
Bajamos por Malaquías Concha hasta Vicuña Mackenna. Cruzamos la avenida y
seguimos por Virreinato. Ninguno abrió la boca.
¿Echaría de menos la ciudad? ¿Me acostumbraría a la vida sin el ruido de las micros, el
olor de las fuentes de soda o los restos de chicles adheridos a mis zapatillas cada vez que
aplanaba esas calles? No lo sabía. Por un segundo tuve la idea de que el ruido de las hojas
de los árboles, el olor a maíz y la tranquilidad de Pueblo Seco me iban a matar.
Pero ya estaba decidido. Quería huir. Mi vida era demasiado insoportable para seguir
aguantándola sin hacer nada. Entonces comencé a sonreír, y cuando llegamos a la esquina
de San Camilo, solté una carcajada.
Pero Chupete no se rió. Lo miré, levanté los hombros y le dije:
—A veces uno se cree el más importante del mundo, ¿sabes?
Me quedó mirando. Parecía como si hubiera crecido tres años en un día.
—Me lo quitaron —dijo, tras una larga pausa.
—¿Qué cosa?
—Todo.
—No te entiendo, Seba.
—Todo, Gabriel. Me quitaron todo. El Play Station, el plasma, el equipo de música…
Todo. Se lo llevó él.
—¿Quién?
—Tú sabes muy bien quién…
Asentí. Me acordé del tío Rodolfo en el bar, de su tristeza y de aquella última frase,
cuando nos dio el nombre del Chuña y me sonrió como pidiéndome disculpas, como
queriendo ser el que alguna vez fue.
Chupete se agachó y se tocó las rodillas. Pensé que iba a llorar y me quedé congelado.
Luego hizo unas pequeñas zancadas y se apretó los muslos. Miré a todos lados y solo
aprecié cemento. Tuve miedo de que empezara a golpear las tiendas de repuestos que ya
se empezaban a apreciar en la calle Portugal; en una de esas terminaría subiéndose por las
paredes como el Hombre Araña. Pero inmediatamente me acordé de que Chupete estaba
ahí por una razón. En su vida nada era casualidad, y a diferencia de la mía, no iba a
recorrer diez cuadras sin una misión clara.
Hay algo que no les he contado del Seba. Es más pillo que yo. Y más feo. Le va peor
en el colegio, pero al menos va en un colegio, como dice él cada vez que le saco el tema
de sus notas. Cuando éramos compañeros de curso, congregaba a muchos niños en el
recreo: relataba partidos de fútbol, contaba historias fantasmales que había vivido su papá
como bombero y prometía regalos que, gracias a la posición de su madre en la junta de
vecinos del barrio, podía conseguir sin problema.
Decidí entonces no entrar en pánico. Si Chupete iba a actuar como rana en plena calle,
bien por él. Yo esperaría. Bajé la cara y lo vi respirar muy concentrado. Siguió con los
ejercicios hasta que, con un gran salto, se puso a mi nivel. Me miró a los ojos y dijo:
—¿Listo para correr?
No alcancé a responder. Chupete se acercó a un quiosco, sacó una bebida de un
pequeño refrigerador y escapó a toda velocidad. El quiosquero salió de su propiedad y me
miró. Ninguno de los dos dijimos una palabra. Pero yo sabía que mi suerte estaba echada.
46