Page 45 - El club de los que sobran
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mi baño?
             —Ehhh.
             —No, Gabriel. No hay ningún hombre en mi baño. Me estoy depilando las piernas.
             —¿Depilando o afeitando?
             —Da lo mismo, por Dios. Me estoy congelando y más encima estoy atrasada. Ahora
          ¿me puedes decir qué es tan importante para molestarme a estas horas de la mañana?
             —Ya, mamá, tranquila.
             —No me vengas con el «mamá, tranquila»… Por favor.
             —Ya, okey.
             Me quedé callado. La miré y pensé en mi papá, en sus maquetas de aviones, en su
          trabajo en el garaje, en tener que compartir sus afeitadoras con las piernas de mi mamá.
          No lo exculpé del hecho de habernos abandonado, pero sí, por un momento, me puse en
          su lugar. Y acto seguido, sonreí.
             —¿Se puede saber de qué te estás riendo? —preguntó ella.
             —De nada, perdona.
             —Dime a qué viniste, Gabriel. Y no me hagas perder el tiempo.
             —Lo que te quería preguntar es si crees que los abuelos nos quieren en Pueblo Seco.
             —Por  supuesto  que  te  quieren.  Lo  único  que  me  ruegan  es  que  vayan  a  verlos  —
          respondió muy segura.
             —¿Y tú crees que les gustaría verme antes?
             No  respondió.  Solo  se  quedó  ahí,  parada,  armándose  una  explicación  o  tal  vez  una
          «carta de navegación», como decía mi papá frente a los planos de una maqueta de avión.
          Finalmente miró el reloj despertador y volvió al mundo: sacudió la cabeza y tiró a la cama
          la toalla que le cubría el pelo.
             —¿Qué quieres, Gabriel?
             —Irme cuanto antes a Pueblo Seco, donde mis abuelos. Ojalá mañana, ¿puede ser?
             Ella asintió. No supe si estaba contenta o triste. Entró al baño y oí el secador de pelo.
          Entendí que era hora de irme.
             Me dirigí hacia la cocina cuando me topé con la puerta de la pieza de Pablo. Me detuve
          y la miré harto rato, hasta que me aburrí de ser un niño bueno. Le di una patada y la
          puerta se abrió. Me sentí como en Medalla de honor, en pleno desembarco de Normandía.
          El siguiente paso suponía acribillar a mi hermano, sacarle el cuero cabelludo y comerme
          su corazón.
             Lástima que su cama estaba intacta y que no había rastros de él. Entonces tocaron el
          timbre y llegué a saltar del susto.
             Era Sebastián Chupete Ortúzar. Con solo ver su cara supe que no era el único que lo
          pasaba mal en la vida.

                                                          * * *

             No quiso entrar a mi casa. Busqué un short, una polera y no me despedí de mi mamá.
          Agarré una manzana y cerré la puerta por fuera. Todavía hacía frío, pero sabía que a eso
          de las 11 de la mañana el sol me calentaría los huesos.
             Lo primero que me llamó la atención fue que Chupete no llevaba su pelota. Tampoco
          se había puesto la camiseta roja de la selección ni la blanca de Colo-Colo. Fanático como
          era, estaba demasiado callado, desaprovechando un día ideal para probar su ya clásica



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