Page 41 - El club de los que sobran
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—No. Y pobre que le digas a la mamá.
             —Pablo, estás sangrando del ojo.
             —Tranquilo, Gabriel. Relájate.
             —¿Relajarme? ¿Te mataron la neurona?
             Sonrió.
             —Vámonos —dijo.
             Caminó  apoyándose  en  mí.  Esta  vez  no  se  puso  los  audífonos.  Lo  noté  huesudo  y
          mucho más grande. Como hermano mayor.
             —Oye… —dije.
             —¿Sí?
             —Eres bien valiente, Pablo.
             —Todo sea por un amigo.
             Entonces me acordé y me detuve al instante. El Chuña. Después de todo, habíamos ido
          por él. Pablo pareció entenderlo, pero me dio la mala noticia de inmediato:
             —No  lo  sabe.  O  al  menos  no  me  lo  quiso  decir.  Le  mostré  una  foto  que  me  había
          sacado con él, pero no lo reconoció.
             —¿El papá de Chupete es un borracho?
             —No —dijo mi hermano, y altiro supe que decía la verdad—, pero algo le pasa. Es un
          hombre triste.
             Asentí. Todo es raro, pensé. El barrio cambió, mi papá se fue, al tío Rodolfo lo echaron
          de lo único que le apasionaba y mi mamá nos enviaría al sur. De un momento a otro, me
          sentí solo. Rodeado de gente, pero solo.
             Fue justo en ese momento que el tío Rodolfo salió del bar. Giraba su cabeza, como
          buscando a alguien.
             —¡Se llamaba Jaime Pérez! —dijo con un dejo de abatimiento, para luego añadir—.
          Pero no le digan a nadie que se los dije.
             Y luego se alejó de nosotros. Yo miré a Pablo.
             —¿Qué hacemos? —pregunté.
             —Buscar a Jaime Pérez, alias el Chuña, y enterrarlo como se debe.
             —¿Y piensas ir con ese ojo sangrando?
             Por primera vez se palpó la herida. La yema de su dedo índice se llenó de sangre, y la
          probó con la lengua. Como en las películas, pensé.
             —Sígueme —dijo.
             Maldita estrella de cine, pensé. Vas a llegar lejos, hermano.

                                                          * * *

             Caminamos en silencio, en dirección al norte. Llegamos a avenida Matta en menos de
          cinco  minutos,  y  mientras  pensaba  en  el  tiempo  transcurrido  desde  mi  última  visita  a
          Fantasilandia, la guata me empezó a crujir. Hora de almuerzo, pensé; pero acto seguido,
          me di cuenta de que esas tres palabras traían de regalo el clásico llamado de mi mamá
          para monitorear mis movimientos.
             —Pablo, la mamá nos va a llamar.
             —¿A mí? Oye, yo nunca hablo con ella hasta que llega del trabajo.
             Cierto,  desde  el  comienzo  del  verano  y  de  la  inspección  a  la  hora  de  almuerzo,  mi
          mamá  nunca  me  había  preguntado  por  mi  hermano.  ¿Habría  renunciado  a  seguirlo  o



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