Page 38 - El club de los que sobran
P. 38

que los bomberos ocuparan a Pablo de muñeco de prueba y rociaran todo su cuerpo con
          bencina, para luego incendiarlo… y que justo en ese instante se les acabara el agua. Pero
          después me arrepentí. Pensé en que al Chuña no le gustaría que deseara esas cosas, así
          que  decidí  seguir  viendo  el  espectáculo.  Pero  no  me  emocionó  demasiado,  no  podía
          sacarme de la cabeza la idea de que Chupete, si su madre-mutante lo permitía, podía estar
          jugando Play Station 3. Y yo en el fin del mundo, muerto de calor y con un hermano
          que… ¿dónde estaba Pablo?.
             Lo busqué con mi mirada de rayos casi-X, pero no lo divisé. «Este maldito se fue», dije
          susurrando. A los segundos escuché un silbido, giré y a mis espaldas, caminando hacia la
          pandereta, divisé a mi hermano. Con la mano me ordenaba a seguirlo, cosa que hice sin
          chistar.  Quería  largarme  de  ahí  cuanto  antes.  Respuesta  definitiva:  nunca  voy  a  ser
          bombero.
             Saltamos la pandereta y en la calle lo interrogué.
             —¿Alguna noticia?
             —Muchas. Pero son para gente grande —respondió sin mirarme. Luego caminó hacia
          el norte.
             —Ya, ¿y por qué la sabes tú?
             —Ja, ja, ja. Deberías ir al Festival de Viña de humorista.
             —Y tú deberías ser bombero, en una de esas tienes un accidente…
             —Mira, péndex, ya te puedes ir a jugar a la pelotita. Sé dónde está este tipo, pero no es
          cosa de niños.
             —¿Se supone que me debo asustar?
             —Deberías —dijo.
             Llegamos a avenida Grecia, pero en vez de seguir hacia la casa, siguió hacia avenida
          Matta. A las pocas cuadras, giró a la izquierda. No me pareció tan extraño el barrio, mi
          papá nos llevaba siempre caminando a Franklin, así que las casas y la calle me eran algo
          familiar. A mi viejo le encantaba ir a buscar piezas de automóviles, en especial de los
          antiguos.  En  el  garaje  de  don  Juan  había  un  Mustang  que,  entre  todos  los  mecánicos,
          habían refaccionado. Pensé en contárselo a Pablo, pero ya sabía que el tema no le gustaba
          demasiado.  Por  supuesto  iba  con  sus  audífonos  y  su  reggae  a  todo  volumen.  Pero
          entonces se frenó, y con su brazo me detuvo. Dejó su música de lado y me advirtió:
             —¿Ves ese bar del frente?
             Dirigí mi vista al lugar. «El Tinto», decía un cartel que daba pena.
             —Eso  no  es  un  bar.  Es  un  hoyo  en  medio  de  una  casa  abandonada  que,  para  más
          remate, se está cayendo a pedazos.
             —Deja de hacerte el chistoso, Gabriel.
             —Ya, oh, qué falta de sentido del humor.
             —Es un bar, y en los bares hay…
             Puso su cara como jugando a «complete la oración», cosa que no hice. Pablo suspiró.
          Estaba cabreado por algo.
             —Hablé con el que manejaba el carro de bomberos. Le pregunté si conocía a Rodolfo
          Ortúzar y me puso mala cara.
             —¿Mala cara? ¿Y eso qué?
             —Nada, o sea… —Pablo estaba choreado, pero trató de hacerme las cosas más simples
          —. Mira, yo me di cuenta de que sabía de quién estaba hablando y le metí una chiva. Le
          dije que era su sobrino y que acababa de llegar de Pucón.



                                                           38
   33   34   35   36   37   38   39   40   41   42   43