Page 47 - El club de los que sobran
P. 47

Entonces seguí a mi amigo.
             Corrimos como si fuera el Test de Cooper al cuadrado. Cruzamos 10 de Julio, avenida
          Matta y lentamente nos fuimos perdiendo hacia el sur. Luego bajamos en dirección al
          Parque O’Higgins. Ya no daba más. Supe que Chupete era más veloz que yo, y la verdad
          no tuve problema en dejarlo ganar. Mis piernas empezaron a temblar, la garganta se me
          puso ácida y vomité lo poco que había masticado esa mañana (una mísera manzana). En
          Lira  lo  vi  perderse  y  me  pareció  que  todo  el  mundo  estaba  loco.  Pero  a  los  pocos
          segundos Chupete volvió como si nada, y mientras se agachaba, preguntó:
             —¿Dónde queda el bar de mi papá?
             Lo miré y vi sus ojos rojos de ira. Quería respuestas. Sebastián Chupete Ortúzar tenía
          tanta rabia que no importaba lo que le dijera: nada lo iba a calmar.
             —No sé —dije de rodillas en la vereda.
             —Sí lo sabes, Gabriel. Ayer lo fuiste a ver. Y algo pasó, porque cuando llegó a la casa
          tomó todos esos regalos y los hizo añicos. Y luego le gritó a mi mamá tan fuerte como
          nunca  lo  había  escuchado.  Y  ella…  ella…  —Chupete  tragó  saliva—  y  ella  se  quedó
          callada. Tenía miedo, Gabriel. Mucho miedo. ¿Te imaginas? ¿Mi mamá teniéndole miedo
          a mi papá?
             —Sácame de acá —le dije.
             —No hasta que me digas dónde va a tomar mi papá.
             —¿Cómos sabes eso?
             —Porque anoche, después de su pelea y del portazo de mi mamá, mi papá me lo dijo.
          Me lo dijo mientras lloraba, mientras me pedía perdón porque, según él, era un cobarde.
          Un cobarde, mi papá, ¿puedes creerlo? Él, que apagó incendios por casi veinte años, que
          vio a algunos compañeros morir, que vio a la muerte cara a cara…
             —Chupete, a veces hablas como si tu vida fuera un cuento raro…
             Sonrió. Me dio la mano y me ayudó a ponerme de pie.
             —Sin emoción no hay acción, socio.
             —¿Y eso de dónde lo sacaste?
             —Lo  dijo  un  relator  mexicano  cuando  Chupete  hizo  su  gol  número  cien  en  tierras
          aztecas.
             —México, querrás decir.
             —La cuna de la civilización más poderosa de América, Gabriel.
             Asentí. Volvía a tener al Chupete de siempre, sabiondo e insoportable, canchero y torpe
          a la vez. ¿Y saben? Me sentí bien. Es bueno tener a alguien en quien uno confía a tu lado.
          Decidí entonces que no podía tener secretos con él, así que le dije:
             —Dos cosas: sí, ayer vi a tu papá en un bar. Y dos, no sé cómo llegar. Pero si quieres
          lo buscamos. Lo hacemos si tú quieres, socio.
             Me  puso  la  mano  en  el  hombro  y  levantó  la  ceja.  Luego  apuntó  la  vista  hacia  el
          poniente.
             —No —respondió—. La verdad es que no quiero saber dónde mi papá se emborracha.
             —¿Y qué quieres hacer?
             —Muchas cosas, Gabriel.
             —Ya sé, Chupete chanta. Lo que te pregunto es qué quieres hacer ahora.
             —Lo que cualquier niño desde mi posición haría, tonto.
             —¿Y eso sería… ?
             Giró y sonrió.



                                                           47
   42   43   44   45   46   47   48   49   50   51   52