Page 40 - El club de los que sobran
P. 40

—¿Cómo que no? Ya, pa’ fuera, pa’ fuera, si no quieres que te eche a patadas.
             Me empujó. Yo me asusté. Fue en ese preciso instante que Pablo se puso la capa y salió
          a mi rescate.
             —Oye, deja tranquilo a mi hermano.
             La  dueña  se  dio  vuelta  y  un  aroma  a  ajo  le  salió  debajo  del  brazo,  en  la  parte  del
          sobaco. Tuve ganas de vomitar.
             —¿Y vos quién soy? —preguntó la dueña, mirando a mi hermano.
             —Un cabro que viene a puro molestar… —respondió el tío Rodolfo desde el fondo del
          bar.
             Tuve ganas de que mi mamá llegara y los retara a todos por tratar mal a la esperanza de
          este país: sus niños. Pero después pensé que nos hubiera castigado por siglos si nos veía
          ahí. Para tranquilizar las cosas, dije.
             —Ya nos vamos, perdón por todo.
             —¡Sí, pero ahoraaaa! —gritó la dueña.
             Entonces me volvió a empujar. Yo resbalé y caí al suelo. Mi cara aterrizó en el piso
          más asqueroso que haya visto en mi vida. Desde ese ángulo, pude apreciar decenas de
          servilletas y papel higiénico esparcidos en la superficie. Algunos tendrían años sin ser
          recogidos.  Súmenle  a  eso  pedazos  de  miga,  manchas  de  cerveza  y  colillas  de  cigarro.
          Pobres escobas, pensé.
             Desde el suelo alcancé a oír:
             —¿Qué te creís? —Era Pablo. Y yo supe que era el principio del final cuando escuché
          el gemido de la dueña. «La debe haber agarrado del cogote», supuse. Acto seguido, sentí
          los gritos de los parroquianos del bar. Me levanté justo en el momento en que los viejos
          de gorro de lana sostenían a mi hermano de los hombros. El tercero le dio un combo en el
          estómago. Pablo se estremeció.
             —¡No! —grité, a punto de llorar.
             Pero no sirvió de nada; esta vez el combo fue directo al ojo de mi hermano, quién cayó
          como saco de papas. Las lágrimas ya me caían por la cara y no sabía qué hacer. Levanté
          la cabeza, vi al tío Rodolfo y lo único que se me ocurrió decir fue:
             —¡Tío!
             Se puso de pie. Tambaleó. Está borracho, pensé. Era verdad, el papá de Chupete se
          había perdido en las «garras del alcohol», como dicen en la tele. A duras penas se puso
          frente a los hombres y los calmó. Pablo se levantó, yo lo agarré con fuerza y lo saqué de
          ahí.
             La  luz  del  día  me  ayudó  a  hacer  el  diagnóstico  de  su  cara:  sangraba  en  la  ceja.  Y
          respiraba. Respiraba tan fuerte que creí que se le iba a salir el corazón.
             —Pablo… estás… Pablo, no te pasó… —no me salían las palabras. Seguía llorando, y
          me odié en ese instante. Supe que todavía era un niño, por más que no quisiera aceptarlo.
          Pasaron  unos  diez  segundos  en  que  no  nos  dijimos  nada,  hasta  que  mi  hermano  me
          desordenó el pelo y dijo:
             —Tranquilo, no pasó nada
             Luego se echó a reír.
             ¿Nada? Pobre, debe tener daño cerebral, pensé. Pablo se rió con más fuerza y, para
          serles  francos,  en  ese  minuto  tuve  ganas  de  pegarle  otro  combo.  Pero  como  soy  su
          hermano, lo miré seriamente y ordené:
             —Tenemos que ir al hospital para que te curen.



                                                           40
   35   36   37   38   39   40   41   42   43   44   45