Page 36 - El club de los que sobran
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Capítulo 8











          Camino  al  lugar  de  ejercicios  de  los  bomberos,  Pablo  sacó  su  MP4  y  no  se  dignó  a

          mirarme. Se mantuvo a mi lado, seguro de que no me moviera, y siguió por Bustamante
          en  dirección  al  sur.  Cruzamos  Grecia,  Antonio  Secchi  y,  finalmente,  tras  una  gran
          pandereta con la insignia del metro, vimos una escalera que se elevaba. Pablo se sacó los
          audífonos y me indicó que era hora de romper la ley, mientras observaba la pandereta.
             —No voy a saltar, olvídalo —le advertí—. Acá dice que es propiedad privada.
             —Okey, entonces te quedas solo —dijo, al mismo tiempo que se alistaba para saltar los
          dos metros con su súper-agilidad-insoportable.
             —No creas que me da miedo, tarado.
             —Yo no he dicho eso —explicó muy sobrado, tal y como es él.
             Luego sonrió.
             Pensé: bueno, ya estoy aquí.
             Me hizo una «sillita» y volé hasta el otro lado.
             Yo no sé por qué alguien querría ser bombero. En primer lugar, no vives en tu casa. Al
          menos  no  todo  el  tiempo…  aunque  pensándolo  bien,  eso  no  es  nada  de  malo:  a  los
          bomberos  no  los  molestan  sus  mamás,  ni  las  esposas  ni  menos  los  hermanos  en  edad
          adolescente-insoportable. Lo que sí es raro es el gusto por quemarse. Eso, y no me digan
          que no, es como para dudar de la sanidad mental de esta gente. Y para más remate, si no
          se queman, se empapan. Es cierto que sin ellos habría gente que lo pasaría realmente mal
          y que son tan buenos que no cobran sueldo, pero de ahí a coquetear con la muerte por las
          puras, a mí no me resulta muy entendible.
             Nos  sentamos  a  unos  treinta  metros  del  lugar  donde  realizaban  los  ejercicios.  La
          planicie estaba llena de mangueras gruesas, señalizaciones extrañas y bomberos sudando
          la gota gorda. Con el sol del verano castigándoles la cara, un grupo de quince tipos —
          todos  vestidos  con  uniformes  de  pegamento  y  botas  de  agua—  corrían  enrollando
          mangueras,  subiendo  por  escaleras  hasta  el  cielo  y  rodeando  unos  carros  viejos  e
          inservibles.  Los  dirigía  un  hombre  cincuentón  de  bigote  negro  y  acento  extraño  que
          ocupaba  un  uniforme  rojo  de  terciopelo,  botas  de  equitación  y  cinturón  blanco
          exageradamente  grande,  parecido  al  que  ocupan  los  levantadores  de  pesas  para  que
          cuando hacen esfuerzo no se les abra la guata y les salten los intestinos al público. Los
          bomberos-esclavos  de  este  señor  eran  en  su  mayoría  gente  joven,  veinteañeros,  como
          alguna vez lo fue mi papá.
             —No sé cómo hacen ejercicios a esta hora, si ayer en la noche tuvieron que apagar un
          incendio.
             —Están acostumbrados —dijo Pablo.
             —¿A qué?
             —¿No te has fijado que últimamente hay caleta de incendios? Por lo menos yo en la


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