Page 39 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y
alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor—. ¡Azotea!
Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para
sonreír a sus pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó,
muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.
—Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava.
Baja, ba…
El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e
inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz
crepuscular de su habitual estupor.
En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso
de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los
cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era
como una caricia en el aire suave.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró
luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.
—¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
—Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos —contestó Lenina—. Y
ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar.
Avísame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en
dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las
medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con
vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos
pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una
expresión dolorida.
—¡Estupenda chica! —dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de
Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta
cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente
decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La
malicia y los malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones
nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
—¡Y neumática, además! ¡Y cómo! —Luego, en otro tono, prosiguió—: Pero
diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma.
—Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito—.
Un solo centímetro cúbico cura diez pensam… Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado
corriendo.
Benito se quedó mirándolo. «¿Qué demonios le pasa a ese tipo?», se
preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien
había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser
cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de
mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando,
se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina
llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.
—Cuatro minutos de retraso —fue todo lo que dijo.