Page 40 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El
aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice
se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el
velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por
minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes
edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos
entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto,
más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de
reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban
en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un
pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
—Ahí está el Cohete Rojo —dijo Henry— que llega de Nueva York. Lleva
siete minutos de retraso —agregó—. Es escandalosa la falta de puntualidad de
esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus
cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al
moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo
volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento después
se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó
un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más deprisa hasta que
se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos
empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez
más agudamente en los estayes. Henry no apartaba los ojos del contador de
revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la
hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para
poder volar sostenido solamente por sus alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre
sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que
separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor
aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía
aparecer achatada. Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los
árboles.
—¡Qué horrible es el color caqui! —observó Lenina, expresando en voz alta
los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete
hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se
afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando
pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol
portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias
cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y
venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en
nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una
pequeña ciudad.
—Deben de relevarse los turnos —dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las muchachas Gammas, color verde hoja, y los
negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para
ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color de mora
iban y venían entre la multitud.