Page 28 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Los que se sienten despreciados procuran aparecer despectivos. La sonrisa
que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos
los pelos del oso! ¡Vaya!
—Haré todo lo posible por ir —dijo Henry Foster.
Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
—Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su voz provocó un extraño
escalofrío en los diafragmas de sus oyentes—. Intenten comprender el efecto que
producía tener una madre vivípara.
De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió
siquiera la posibilidad de sonreír.
—Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.
Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.
—¿Y saben ustedes lo que era un hogar?
Todos movieron negativamente la cabeza.
Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió
diecisiete pisos, torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo
pasillo y, abriendo la puerta del vestuario femenino, se zambulló en un caos
ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente caían
en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los desagües.
Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje —que funcionaban a base
de vacío y vibración— amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por
el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que hablaban todos a voz en
grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de supercorneta.
—Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el
armario junto al suyo.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de
apellido. Pero como entre los dos mil millones de habitantes del planeta debían
repartiese sólo diez mil nombres, esta coincidencia nada tenía de sorprendente.
Lenina tiró de sus cremalleras —hacia abajo la de la chaqueta, hacia abajo,
con ambas manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia abajo también
para la ropa interior—, y, sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el
baño.
Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una
mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas
las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad,
enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de
los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción
del mismo y estuvo a punto de marearse.)
Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible
incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a
suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada de aire caliente la cubrió de finísimos
polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de Colonia se hallaban a su
disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos situados en el borde del
lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de
Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre
alguno de los aparatos de masaje.
Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente.
Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la
vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades
asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros