Page 27 - Un-mundo-feliz-Huxley
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En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron
                  simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:
                        —Cesa el primer turno del día… Empieza el segundo turno del día… Cesa el
                  primer turno del día…
                        En  el  ascensor,  camino  de  los  vestuarios,  Henry  Foster  y  el  Director
                  Ayudante  de  Predestinación  daban  la  espalda  intencionadamente  a  Bernard
                  Marx,  de  la  Oficina  Psicológica,  procurando  evitar  toda  relación  con  aquel
                  hombre de mala fama.
                        En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas
                  todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja,
                  luposa, podía ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes
                  seguían reptando con su carga de futuros hombres y mujeres.
                        Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.
                        ¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de
                  la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental!
                  ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez… y se sentó en el
                  banco,  con  el  DIC,  e  iba  a  quedarse,  a  quedarse,  sí,  y  hasta  a  dirigirles  la
                  palabra… ¡Directamente de labios del propio Ford!
                        Dos  chiquillos  morenos  emergieron  de  unos  matorrales  cercanos,  les
                  miraron  un  momento  con  ojos  muy  abiertos  y  llenos  de  asombro,  y  luego
                  volvieron a sus juegos entre las hojas.
                        —Todos  ustedes  recuerdan  —dijo  el  Interventor;  con  su  voz  fuerte  y
                  grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de
                  Nuestro  Ford:  «La  Historia  es  una  patraña  —repitió  lentamente—,  una
                  patraña».
                        Hizo  un  ademán  con  la  mano,  y  fue  como  si  con  un  visible  plumero
                  hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y
                  algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas.
                  Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautana y
                  Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de suciedad
                  que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar
                  donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales.
                  Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta
                  de  Pasión!  Otro,  ¡y  basta  de  Réquiem!  Otro,  ¡y  basta  de  Sinfonía!;  otro
                  plumerazo y…
                        —¿Irás  al  sensorama  esta  noche,  Henry?  —preguntó  el  Predestinador
                  Ayudante—. Me han dicho que el Filme del «Alhambra» es estupendo. Hay una
                  escena  de  amor  sobre  una  alfombra  de  piel  de  oso;  dicen  que  es  algo
                  maravilloso.  Aparecen  reproducidos  todos  los  pelos  del  oso.  Unos  efectos
                  táctiles asombrosos.
                        —Por esto no se les enseña Historia —decía el Interventor—. Pero ahora ha
                  llegado el momento…
                        El DIC le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de viejos
                  libros  prohibidos  ocultos  en  un  arca  de  seguridad  en  el  despacho  del
                  Interventor. Biblias, poesías… ¡Ford sabía tantas cosas!
                        Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos labios
                  se fruncieron irónicamente.
                        —Tranquilícese,  director  —dijo  en  leve  tono  de  burla—.  No  voy  a
                  corromperlos.
                        El DIC quedó abrumado de confusión.
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