Page 25 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 25
Capítulo III
Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de
junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de acá para allá lanzando
agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados silenciosamente,
entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en
flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la espesura, y un cuco
desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y
los helicópteros.
El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a un
grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban
círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que arrojar la pelota a
una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por el
interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía
disparada al exterior por una de las numerosas aberturas practicadas en la
armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.
—Es curioso —musitó el director, cuando se apartaron del lugar—, es
curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los
juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a
veces una red. Imaginen la locura que representa permitir que la gente se
entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura.
Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que
pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más
complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió espontáneamente—.
He aquí un grupito encantador —dijo, señalando.
En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos
mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que quizá
tendría un año más, jugaban —gravemente y con la atención concentrada de
unos científicos empeñados en una labor de investigación— a un rudimentario
juego sexual.
—¡Encantador, encantador! —repitió el DIC, sentimentalmente.
—Encantador —convinieron los muchachos, cortésmente.
Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco
tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco
para poder contemplarlas sin cierto desprecio. ¿Encantador? No eran más que
un par de chiquillos haciendo el tonto; nada más. Chiquilladas.
—Siempre pienso… —empezó el director en el mismo tono sensiblero.
Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.
De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido de
la mano un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba pisándole
los talones.
—¿Qué ocurre? —preguntó el director.
La enfermera se encogió de hombros.
—No tiene importancia —contestó—. Sólo que este chiquillo parece
bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo había observado dos
o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas. Empezó a llorar y…
—Honradamente —intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no quise
hacerle ningún daño. Es la pura verdad.