Page 26 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Claro que no, querida —dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por esto —
prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo a presencia del
Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él alguna
anormalidad.
—Perfectamente —dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí,
chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía
llorando—. ¿Cómo te llamas?
—Polly Trotsky.
—Un nombre muy bonito, como tú —dijo el director—. Anda, ve a ver si
encuentras a otro niño con quien jugar.
La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.
—¡Exquisita criatura! —dijo el director, mirando en la dirección por donde
había desaparecido; y volviéndose después hacia los estudiantes, prosiguió—: Lo
que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero cuando no se está
acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen
increíbles.
Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo,
antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante algunas generaciones
subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían sido considerados
como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal, sino realmente
inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.
Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus
oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No
podían creerlo.
—Hasta a los adolescentes se les prohibía —siguió el DIC—; a los
adolescentes como ustedes…
—¡Es imposible!
—Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la
homosexualidad, nada estaba permitido.
—¿Nada?
—En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.
—¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de
incredulidad.
—Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les dije que les parecería
increíble.
—Pero, ¿qué pasaba? —preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los
resultados?
—Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la
conversación.
Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un
desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda,
labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.
—Terribles —repitió.
En aquel momento, el DIC se hallaba sentado en uno de los bancos de
acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista
del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las manos
abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
—¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan
ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.