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Capítulo I




                        Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de
                  la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de
                  la  Central  de  Londres,  y,  en  un  escudo,  la  divisa  del  Estado  Mundial:
                  Comunidad, Identidad, Estabilidad.
                        La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a
                  pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz
                  cruda  y  pálida  brillaba  a  través  de  las  ventanas  buscando  ávidamente  alguna
                  figura yacente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina,
                  sin  encontrar  más  que  el  cristal,  el  níquel  y  la  brillante  porcelana  de  un
                  laboratorio.  La  invernada  respondía  a  la  invernada.  Las  batas  de  los
                  trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de
                  goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal.
                  Sólo  de  los  amarillos  tambores  de  los  microscopios  lograba  arrancar  cierta
                  calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada
                  procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de
                  trabajo.
                        —Y ésta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
                        Inclinados  sobre  sus  instrumentos,  trescientos  fecundadores  se  hallaban
                  entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento
                  entró  en  la  sala,  sumidos  en  un  absoluto  silencio,  sólo  interrumpido  por  el
                  distraído canturreo o silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído
                  en  su  labor.  Un  grupo  de  estudiantes  recién  ingresados,  muy  jóvenes,
                  rubicundos  e  imberbes,  seguía  con  excitación,  casi  abyectamente,  al  director,
                  pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada
                  vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente
                  de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El DIC de la central
                  de  Londres  tenía  siempre  un  gran  interés  en  acompañar  personalmente  a  los
                  nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
                        —Sólo para darles una idea general —les explicaba.
                        Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían
                  de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían
                  de  ser  buenos  y  felices  miembros  de  la  sociedad,  a  ser  posible.  Porque  los
                  detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que
                  las  generalidades  son  intelectualmente  males  necesarios.  No  son  los  filósofos
                  sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que
                  constituyen la columna vertebral de la sociedad.
                        —Mañana       —añadió,     sonriéndoles    con    campechanía      un    tanto
                  amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán
                  tiempo para generalidades. Mientras tanto…
                        Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia
                  personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.
                        Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentró por la sala.
                  Tenía  el  mentón  largo  y  saliente,  y  dientes  más  bien  prominentes,  apenas
                  cubiertos,  cuando  no  hablaba,  por  sus  labios  regordetes,  de  curvas  floreadas.
                  ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil
                  decirlo. En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en aquel año
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