Page 7 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima
como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de
paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa.
Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo
de los usos industriales. El resultado de ello será, evidentísimamente, una serie
de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y
radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y
será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho —no humano—
de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho
en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al
mismo…, bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un
poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de
amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a
la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas
operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos
totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro
inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado
inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una
economía de producción masiva y entre una población predominantemente no
propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y
económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se
han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los
gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun antes de
que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán
durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se
parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución,
hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación
también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa
demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de
tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un
Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos
todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población
de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por
cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los
actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de
los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y
acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se
encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones
religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad de los
hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a
condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos
padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han
logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la
verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio
sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de
bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o
argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda
totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo
hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más
convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la