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crisis. Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros
tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen
ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para
profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades
destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una
inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras:
«Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Si monumentum
requiris circumspice».
Pero volviendo al futuro… Si ahora tuviera que volver a escribir este libro,
ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo
de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada,
hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del mundo
feliz, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía
sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y
cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo
que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la
actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería
la búsqueda consciente e inteligente del Fin Último del hombre, el conocimiento
unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la
filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el
cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin
Último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda
contingencia de la vida sería: «¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción
contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor
número posible de otros Individuos, del Fin Último del hombre?».
Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión
del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido
oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la
naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente,
consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, Un mundo feliz poseería
una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en
relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual,
evidentemente carece.
Pero Un mundo feliz es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades
artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si
sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro
punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia
moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha
ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de
1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. Un
mundo feliz no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es
raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya
tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese
escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de
éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una
narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que
los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por
núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo
fácilmente. El tema de Un mundo feliz no es el progreso de la ciencia en cuanto
afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica