Page 6 - Un-mundo-feliz-Huxley
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se dan, tácitamente, por sobreentendidos. Los únicos progresos científicos que
                  se  describen  específicamente  son  los  que  entrañan  la  aplicación  a  los  seres
                  humanos de los resultados de la futura investigación en biología,  psicología  y
                  fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en
                  la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en
                  pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más
                  profunda.
                        Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo
                  externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como
                  vivió  en  un  período  revolucionario,  el  marqués  de  Sade  hizo  uso  con  gran
                  naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma
                  peculiar  de  insania.  Robespierre  había  logrado  la  forma  más  superficial  de
                  revolución:  la  política.  Yendo  un  poco  más  lejos,  Babeuf  había  intentado  la
                  revolución  económica.  Sade  se  consideraba  a  sí  mismo  como  el  apóstol  de  la
                  revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la
                  economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños  individuales,
                  cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos,
                  y  cuyas  mentes  debían  ser  lavadas  de  todo  pudor  natural,  de  todas  las
                  inhibiciones,  laboriosamente  adquiridas,  de  la  civilización  tradicional.  Entre
                  sadismo  y  revolución  realmente  revolucionaria  no  hay,  naturalmente,  una
                  conexión  necesaria  o  inevitable.  Sade  era  un  loco,  y  la  meta  más  o  menos
                  consciente  de  su  revolución  eran  el  caos  y  la  destrucción  universales.  Las
                  personas  que  gobiernan  el  Mundo  feliz  pueden  no  ser  cuerdas  (en  lo  que
                  podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y
                  su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad
                  llevan  a  cabo,  por  medios  científicos,  la  revolución  final,  personal,  realmente
                  revolucionaria.
                        En  la  actualidad  nos  hallamos  en  la  primera  fase  de  lo  que  quizá  sea  la
                  penúltima  revolución.  Su  próxima  fase  puede  ser  la  guerra  atómica,  en  cuyo
                  caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro.
                  Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de
                  luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo
                  hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la
                  Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y
                  durante  más  de  cien  años  los  políticos  y  generales  de  Europa  resistieron
                  conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites
                  de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la
                  total  aniquilación  del  enemigo.  Hubo  agresores,  desde  luego,  ávidos  de
                  provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a
                  conservar  intacto  su  mundo.  Durante  los  últimos  treinta  años  no  ha  habido
                  conservadores;  sólo  ha  habido  radicales  nacionalistas  de  derecha  y  radicales
                  nacionalistas  de  izquierda.  El  último  hombre  de  Estado  conservador  fue  el
                  quinto  marqués  de  Lansdowne;  y  cuando  escribió  una  carta  a The
                  Times sugiriendo  que  la  Primera  Guerra  Mundial  debía  terminar  con  un
                  compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII,
                  el  director  de  aquel  diario,  otrora  conservador,  se  negó  a  publicarla.  Los
                  radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos
                  conocemos:  bolchevismo,  fascismo,  inflación,  depresión,  Hitler,  la  Segunda
                  Guerra  Mundial,  la  ruina  de  Europa  y  todos  los  males  imaginables  menos  el
                  hambre universal.
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