Page 8 - El Príncipe
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apoderarse del Estado tendrían más respeto; de modo que, habitando en él,
sólo con muchísima dificultad podrá perderlo.
Otro buen remedio es mandar colonias a uno o dos lugares que sean
como llaves de aquel Estado; porque es preciso hacer esto o mantener
numerosa tropas. En las colonias no se gasta mucho, y con esos pocos
gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a aquellos a quienes
se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que
forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados son
pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro;y en cuanto a los
demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse
perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les
suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las
colonias no cuestan, que son más fieles y entrañan menos peligro; y que los
damnificados no pueden causar molestias, porque son pobres y están
aislados, como ya he dicho.
Ha de notarse, pues, que a los hombres hay que conquistarlos o
eliminarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las graves no
pueden; así que la ofensa que se haga al hombre debe ser tal, que le resulte
imposible vengarse.
Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto es
mucho mayor, porque el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del
Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e
incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas.
Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los cuales todos se vuelven
enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan
encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier
punto de vista, tan inútil como útiles son las colonias.
El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y
organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín
y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniarse para debilitar a los
de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pre- texto, entre en su
Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre sucede que el
recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo,
están descontentos de su gobierno; como ya se vio cuando los etolios
llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás
provincias llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente
es que, no bien un extranjero poderoso entra en una provincia, se le