Page 5 - El Príncipe
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                Capítulo


                De los principados hereditarios



                Dejaré a un lado el discurrir sobre las repúblicas porque ya en otra ocasión
                lo  he  hecho  extensamente.  Me  dedicaré  sólo  a  los  principados,  para  ir
                tejiendo la urdimbre de mis opiniones y establecer cómo pueden gobernarse
                y conservarse tales principados. En primer lugar, me parece que es más fácil

                conservar  un  Estado  hereditario,  acostumbrado  a  una  dinastía,  que  uno
                nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes
                anteriores,  y  contemporizar  después  con  los  cambios  que  puedan
                producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se
                mantendrá  siempre  en  su  Estado,  a  menos  que  una  fuerza  arrolladora  lo
                arroje  de  él;  y  aunque  así  sucediese,  sólo  tendría  que  esperar,  para

                reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo.
                   Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque de Ferrara, que no resistió los
                asaltos  de  los  venecianos  en  1484  ni  los  del  Papa  Julio  II  en  1510,  por
                motivos distintos de la antigüedad de su soberanía en el dominio.
                   Porque  el  príncipe  natural  tiene  menos  razones  y  menor  necesidad  de
                ofender:  de  donde  es  lógico  que  sea  más  amado;  y  a  menos  que  vicios
                excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad

                los  suyos.  Y  en  la  antigüedad  y  continuidad  de  la  dinastía  se  borran  los
                recuerdos  y  los  motivos  que  la  trajeron,  pues  un  cambio  deja  siempre  la
                piedra angular para la edificación de otro.
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