Page 10 - El Príncipe
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tanto en una como en otra parte, no lo quisieron. Nunca fueron partidarios
de ese consejo, que está en boca de todos los sabios de nuestra época: «hay
que esperarlo todo del tiempo»; prefirieron confiar en su prudencia y en su
valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo,y que
puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien.
Pero volvamos a Francia y examinemos si se ha hecho algo de lo dicho.
Hablaré, no de Carlos, sino de Luis, es decir, de aquel que, por haber
dominado más tiempo en Italia, nos ha permitido apreciar mejor su
conducta.
Y se verá como ha hecho lo contrario de lo que debe hacerse para
conservar un estado de distinta nacionalidad.
El rey Luis fue llevado a Italia por la ambición de los venecianos, que
querían, gracias a su intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no
pretendo censurar la decisión por el rey, porque si tenía el propósito de
empezar a introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas las puertas se
le cerraban a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía menos que
aceptar las amistades que se le ofrecían. Y habría triunfado en su designio si
no hubiera cometido error alguno en sus medidas posteriores. Conquistada,
pues, la Lombardía, el rey pronto recobró para Francia la reputación que
Carlos le había hecho perder. Génova cedió; los florentinos le brindaron su
amistad; el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglio, la
señora de Forli, los señores de Faenza de Pésaro, de Rímini, de Camerino y
de Piombino, los luqueses, los pisanos y los sieneses, todos trataron de
convertirse en sus amigos. Y entonces pudieron comprender los venecianos
la temeridad de su ocurrencia: para apoderarse de dos ciudades de
Lombardía, hicieron el rey dueño de las dos terceras partes de Italia.
Considérese ahora con qué facilidad el rey podía conservar su influencia
en Italia, con tal de haber observado las reglas enunciadas y defendido a sus
amigos, que, por ser numerosos y débiles, y temer unos a los venecianos y
otros a la Iglesia, estaban siempre necesitados de su apoyo; y por medio de
ellos contener sin dificultad a los pocos enemigos grandes que quedaban.
Pero pronto obró al revés en Milán, al ayudar al papa Alejandro para que
ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta medida perdía a sus
amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y al par que
debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo tanto
poder temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y cometido
un primer error, hubo que seguir por el mismo camino; y para poner fin a la