Page 60 - El Príncipe
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gobierno de aquella ciudad la que fue gobernada por él hasta que micer
Juan hubo llegado a una edad adecuada par asumir el mando.
Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por
el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe
temer todo y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él.
Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado
no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo.
Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe.
En la actualidad, entre los reinos bien organizados, cabe nombrar el de
Francia, que cuenta con muchas instituciones buenas que están al servicio
de la libertad y de la seguridad del rey, de las cuales la primera es el
Parlamento. Como el que organizó este reino conocía, por una parte, la
ambición y la violencia de los poderosos y la necesidad de tenerlos como de
una brida para corregirlos y, por la otra, el odio a los nobles que el temor
hacía nacer en el pueblo -temor que había que hacer desaparecer-, dispuso
que no fuese cuidado exclusivo del rey esa tarea, para evitarle los
inconvenientes que tendría con los nobles si favorecía al pueblo y los que
tendría con el pueblo si favorecía a los nobles. Creó entonces un tercer
poder que, sin responsabilidades para el rey, castigase a los nobles y
beneficiase al pueblo. No podía tomarse medida mejor ni más juiciosa, ni
que tanto proveyese a la seguridad del rey y del reino. De donde puede
extraerse esta consecuencia digna de mención: que los príncipes deben
encomendar a los demás las tareas gravosas y reservarse las agradables. Y
vuelvo a repetir que un príncipe debe estimar a los nobles, pero sin hacerse
odiar por el pueblo.
Acaso podrá parecer a muchos que el ejemplo de la vida y muerte de
ciertos emperadores romanos contradice mis opiniones, porque hubo
quienes, a pesar de haberse conducido siempre virtuosamente y de poseer
grandes cualidades, perdieron el imperio o, peor aún, fueron asesinados por
sus mismos súbditos, conjurados en su contra. Para contestar a estas
objeciones examinaré el comportamiento de algunos emperadores y
demostraré que las causas de su ruina no difieren de las que he expuesto, y
mientras tanto, recordaré los hechos más salientes de la Historia de aquellos
tiempos. Me limitaré a tomar a los emperadores que se sucedieron desde
Marco el Filósofo hasta Maximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax,
Juliano, Severo, su hijo Antonio Caracalla, Macrino, Heliogábalo,
Alejandro y Maximino. Pero antes conviene hacer notar que, mientras los