Page 98 - El contrato social
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en seguida el poder y los honores y no tardaron en envilecer las tribus rústicas: fue todo lo contrario.
Es sabido el gusto de los primeros romanos por la vida campestre. Esta afición provenía del sabio
fundador, que unió a la libertad los trabajos rústicos y militares y relegó, por decirlo así, a la ciudad
las artes, los oficios, las intrigas, la fortuna y la esclavitud.
Así, todo lo que Roma tenía de ilustre procedía de vivir en los campos y de cultivar las tierras, y
se acostumbraron a no buscar sino allí el sostenimiento de la república. Este Estado, siendo el de los
más dignos patricios, fue honrado por todo el mundo; la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos fue
preferida a la vida ociosa y cobarde de los burgueses de Roma, y aquel que no hubiese sido sino un
desgraciado proletario en la ciudad, labrando los campos llegó a ser un ciudadano respetado. No sin
razón —dice Varrón— establecieron nuestros magnánimos antepasados en la ciudad un plantel en
estos robustos y valientes hombres, que los defendían en tiempos de guerra y los alimentaban en los
de paz. Plinio dice positivamente que las tribus de los campos eran honradas a causa de los hombres
que las componían, mientras que se llevaban como signo de ignominia de la ciudad a los cobardes, a
quienes se quería envilecer. El sabino Apio Claudio, habiendo ido a establecerse a Roma, fue
colmado de honores e inscrito en una tribu rústica, que tomó desde entonces el nombre de su familia.
En fin, los libertos entraban todos en las tribus urbanas, jamás en las rurales; y no hay durante toda la
república un solo ejemplo de ninguno de estos libertos que llegase a ninguna magistratura, aunque
hubiese llegado a ser ciudadano.
Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos, que resultó, al fin, un cambio y ciertamente
un abuso en la vida pública.
En primer lugar, los censores, después de haberse arrogado mucho tiempo el derecho de
transferir arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra, permitieron a la mayor parte hacerse
inscribir en la que quisiesen; permiso que seguramente no convenía para nada y suprimía uno de los
grandes resortes de la censura. Además, los grandes y los poderosos se hacían inscribir en las tribus
del campo, y los libertos convertidos en ciudadanos quedaron con el populacho en la ciudad; las
tribus, en general, llegaron a no tener territorio: todas se encontraron mezcladas de tal modo que ya
no se podía discernir quiénes eran los miembros de cada una sino por los Registros; de suerte que la
idea de la palabra tribu pasó así de lo real a lo personal, o más bien se convirtió casi en una quimera.
Ocurrió, además, que estando más al alcance de todos las tribus de la ciudad, llegaron con
frecuencia a ser las más fuertes en los comicios y vendieron el Estado a los que compraban los
sufragios de la canalla que las componían.
Respecto a las curias, habiendo hecho el fundador diez de cada tribu, se halló todo el pueblo
romano encerrado en los muros de la ciudad y se encontró compuesto de treinta curias, cada una de
las cuales tenía sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas
compitalia, análogas a la paganalia que tuvieron posteriormente las tribus rústicas.
No pudiendo repartirse por igual este número de treinta entre las cuatro tribus en el nuevo reparto
de Servio, no quiso éste tocarlas, y las curias independientes de las tribus llegaron a ser otra división
de los habitantes de Roma; pero no se trató de curias, ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las
componía, porque habiéndose convertido las tribus en instituciones puramente civiles, y habiendo
sido introducida otra organización para el reclutamiento de las tropas, resultando superfluas las
divisiones militares de Rómulo. Así, aunque todo ciudadano estuviese inscrito en una tribu, distaba