Page 93 - El contrato social
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CAPÍTULO II

                                               DE LOS SUFRAGIOS


  Se  ve,  por  el  capítulo  precedente,  que  la  manera  de  tratarse  los  asuntos  generales  puede  dar  un
  indicio,  bastante  seguro,  del  estado  actual  de  las  costumbres  y  de  la  salud  del  cuerpo  político.

  Mientras más armonía revista en las asambleas, es decir, mientras más se acerca a la unanimidad en
  las opiniones, más domina la voluntad general; pero los debates largos, las discusiones, el tumulto,

  anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del Estado.
      Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución dos o más clases sociales, como en
  Roma los patricios y los plebeyos, cuyas querellas turbaron frecuentemente los comicios, aun en los
  más  gloriosos  tiempos  de  la  República;  pero  esta  excepción  es  más  aparente  que  real,  porque

  entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno: lo
  que no es verdad de los dos juntos es verdad de cada uno separadamente. En efecto: hasta en los

  tiempos  más  tempestuosos,  los  plebiscitos  del  pueblo,  cuando  el  Senado  no  intervenía  en  ellos,
  pasaban siempre tranquilamente y por una gran cantidad de sufragios; no teniendo los ciudadanos
  más que un interés, no tenía el pueblo más que una voluntad.
      En  el  otro  extremo  del  círculo  resurge  la  unanimidad;  cuando  los  ciudadanos,  caídos  en  la

  servidumbre,  no  tenían  ya  ni  libertad  ni  voluntad,  entonces  el  terror  y  la  adulación  convierten  en
  actos de aclamación el del sufragio: ya no se delibera, se adora o se maldice. Tal era la vil manera de

  opinar  el  Senado  bajo  los  emperadores.  Algunas  veces  se  hacía  esto  con  precauciones  ridículas.
  Tácito observa    [37]  que, bajo Otón, los senadores anonadaban a Vittelius de execraciones, afectando
  hacer al mismo tiempo un ruido espantoso, a fin de que, si por casualidad llegaba a ser el dominador,

  no pudiese saber lo que, cada uno de ellos había dicho.
      De  estas  diversas  consideraciones  nacen  las  máximas  sobre  las  cuales  se  debe  reglamentar  la
  manera de contar los votos y de comparar las opiniones, según que la voluntad general sea más o

  menos fácil de conocer y el Estado más o menos decadente.
      No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime: el pacto
  social, porque la asociación civil es el acto más voluntario del mundo; habiendo nacido libre todo

  hombre y dueño de sí mismo, nadie puede, con ningún pretexto, sujetarlo sin su asentimiento. Decidir
  que el hijo de una esclava nazca esclavo es decidir que no nace hombre.
      Por tanto, si respecto al pacto social se encuentra quienes se opongan, su oposición no invalida el

  contrato: impide solamente que sean comprendidos en él; éstos son extranjeros entre los ciudadanos.
  Una vez instituido el estado, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse
  a la soberanía  [38] .

      Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es
  una consecuencia del contrato mismo. Pero se pregunta cómo un hombre puede ser libre y obligado a
  conformarse  con  las  voluntades  que  no  son  las  suyas.  ¿Cómo  los  que  se  oponen  son  libres,  aun

  sometidos a leyes a las cuales no han dado su consentimiento?
      Respondo a esto que la cuestión está mal puesta. El ciudadano consiente en todas las leyes, aun en
  aquellas que han pasado a pesar suyo y hasta en aquellas que le castigan cuando se atreve a violar

  alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son
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