Page 95 - El contrato social
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CAPÍTULO III

                                             DE LAS ELECCIONES


  Respecto  a  las  elecciones  del  príncipe  y  de  los  magistrados,  que  son,  como  he  dicho,  actos
  complejos,  se  pueden  seguir  dos  caminos,  a  saber:  la  elección  y  la  suerte.  Uno  y  otro  han  sido

  empleados en diversas repúblicas y se ve aún actualmente una mezcla muy complicada de los dos en
  la elección del dogo de Venecia.

      «El  sufragio  por  la  suerte  —dice  Montesquieu         [40] —  es  de  la  naturaleza  de  la  democracia».
  Convengo en ello; pero ¿cómo es así? «La suerte —continúa— es una manera de elegir que no aflige
  a nadie, deja a cada ciudadano una razonable esperanza de servir a la patria». Estas no son razones.
      Si se fija uno en que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, se

  verá por qué el procedimiento de la suerte está más en la naturaleza de la democracia, en la cual la
  administración es tanto mejor cuanto menos se repiten los actos.

      En toda verdadera democracia, la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa, que no
  se puede imponer con justicia a un particular y no a otro. Sólo la ley puede imponer esta carga a
  aquel  sobre  quien  recaiga  la  suerte.  Porque  entonces,  siendo  igual  la  condición  para  todos,  y  no
  dependiendo la elección de ninguna voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere

  la universalidad de la ley.
      En la aristocracia, el príncipe elige al príncipe, el gobierno se conserva por sí mismo y, a causa

  de ello, los sufragios están bien colocados.
      El ejemplo de la elección del dogo de Venecia confirma esta distinción, lejos de destruirla; esta
  forma mixta conviene a un gobierno mixto. Porque es un error tomar el gobierno de Venecia por una

  verdadera aristocracia. Si bien el pueblo no toma allí ninguna parte en el gobierno, la nobleza misma
  es pueblo. Una multitud de pobres Barnabotes no se aproximan jamás a ninguna magistratura, y sólo
  tienen de su nobleza el vano título de excelencia y el derecho de asistir al gran Consejo; siendo este

  gran  Consejo  tan  numeroso  como  nuestro  Consejo  general  en  Ginebra,  no  tienen  sus  ilustres
  miembros  más  privilegios  que  nuestros  simples  ciudadanos.  Es  cierto  que,  quitando  la  extrema
  disparidad  de  las  dos  repúblicas,  la  burguesía  de  Ginebra  representa  exactamente  el  patriciado

  veneciano;  nuestros  naturales  del  país  y  habitantes  representan  a  los  ciudadanos  y  el  pueblo  de
  Venecia; nuestros campesinos representan los súbditos de tierras arrendadas; en fin, de cualquiera
  manera que se considere esta república, abstracción hecha de su extensión, su gobierno no es más

  aristocrático  que  el  nuestro.  La  diferencia  estriba  en  que,  no  teniendo  ningún  jefe  vitalicio,  no
  tenemos la misma necesidad de la suerte.
      Las elecciones por la suerte tendrán pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en que

  siendo todos iguales, así en las costumbres como en el talento y en los principios como en la fortuna,
  la  elección  llegaría  a  ser  casi  diferente.  Pero  ya  he  dicho  que  no  existe  ninguna  democracia
  verdadera.

      Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe llenar los lugares que
  exigen capacidad propia, tales como los empleos militares; la otra conviene a aquellos en que bastan
  el buen sentido, la justicia, la integridad, tales como los cargos de la judicatura, porque en un Estado

  bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.
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