Page 97 - El contrato social
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CAPÍTULO IV

                                       DE LOS COMICIOS ROMANOS


  No  tenemos  documentos  muy  seguros  de  los  primeros  tiempos  de  Roma;  es  más,  parece  que  la
  mayor parte de las cosas que se le atribuyen son fábulas           [41] , y, en general la parte más instructiva de

  los  anales  de  los  pueblos,  que  es  la  historia  de  su  establecimiento,  es  la  que  más  nos  falta.  La
  experiencia nos enseña todos los días de qué causas nacen las revoluciones de los Imperios; pero

  como no se forma ya ningún pueblo, apenas si tenemos más que conjeturas para explicar cómo se
  han constituido.
      Los usos que se encuentran establecidos atestiguan, por lo menos, que tuvieron un origen. Las
  tradiciones  que  se  remontan  a  estos  orígenes,  las  que  aprueban  las  más  grandes  autoridades  y

  confirman  las  más  fuertes  razones,  deben  pasar  por  las  más  ciertas.  He  aquí  las  máximas  que  he
  procurado seguir al buscar cómo ejercía su poder supremo el más libre y poderoso pueblo de la

  Tierra.
      Después  de  la  fundación  de  Roma,  la  república  naciente,  es  decir,  el  ejército  del  fundador,
  compuesto de albanos, de sabinos y de extranjeros, fue dividido en tres clases, que de esta división
  tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas tribus fue subdividida en diez curias, y cada curia en

  decurias, a la cabeza de las cuales se puso a unos jefes, llamados curiones o decuriones.
      Además de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien caballeros, llamado centuria, por donde se

  ve que estas divisiones, poco necesarias en una aldea (bourg), no eran al principio sino militares.
  Pero parece que un instinto de grandeza llevaba a la pequeña ciudad de Roma a darse por adelantado
  una organización conveniente a la capital del mundo.

      De esta primera división resultó en seguida un inconveniente: que la tribu de los albanos                  [42]  y la
  de los sabinos   [43]  permanecían siempre en el mismo estado, mientras que la de los extranjeros                    [44]
  crecía  sin  cesar  por  el  concurso  perpetuo  de  éstos,  y  no  tardó  en  sobrepasar  a  las  otras  dos.  El

  remedio que encontró Servio para este peligroso abuso fue cambiar la división, y a la de las razas
  que él abolió, sustituyó otra sacada de los lugares de la ciudad ocupados por cada tribu. En lugar de
  tres tribus, hizo cuatro, cada una de las cuales tenía su asiento en una de las colinas de Roma y llevaba

  el nombre de éstas. Así, remediando la desigualdad presente, la previno aun para el porvenir, y para
  que tal división no fuese solamente de los lugares, sino de los hombres, prohibió a los habitantes de
  un barrio pasar a otro; lo que impidió que se confundiesen las razas.

      Dobló de este modo las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras doce, pero siempre
  bajo los antiguos nombres; medio simple y juicioso por el cual acabó de distinguir el cuerpo de los
  caballeros del pueblo sin hacer que murmurase este último.

      A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas tribus rústicas, porque estaban
  formadas de los habitantes del campo, repartidas en otros tantos cantones. A continuación se hicieron
  otras tantas nuevas, y el pueblo romano se encontró al fin dividido en treinta y cinco tribus, número a

  que quedaron reducidas hasta el final de la república.
      De esta distinción de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo resultó un efecto digno de
  ser observado, porque no hay ejemplo semejante y porque Roma le debió, a la vez, la conservación

  de sus costumbres y el crecimiento de su Imperio. Se podría creer que las tribus urbanas se arrogaron
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