Page 102 - El contrato social
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como sus costumbres, aunque no tanto como en Esparta. Cada uno daba su sufragio en voz alta, y un
escribano los iba escribiendo; la mayoría de votos en cada tribu determinaba el sufragio de la tribu;
la mayoría de votos en todas las tribus determinaba el sufragio del pueblo, y lo mismo de las curias y
centurias. Este uso era bueno, en tanto reinaba la honradez en los ciudadanos y cada uno sentía
vergüenza de dar públicamente su sufragio sobre una opinión injusta o asunto indigno; pero cuando
el pueblo se corrompió y se compraron los votos, fue conveniente que se diesen éstos en secreto para
contener a los compradores mediante la desconfianza y proporcionar a los pillos el medio de no ser
traidores.
Sé que Cicerón censura este cambio y atribuye a él, en parte, la ruina de la república. Pero aun
cuando siento el peso de la autoridad de Cicerón, en este asunto no puedo ser de su opinión; yo creo,
por el contrario, que por no haber hecho bastantes cambios semejantes se aceleró la pérdida del
Estado. Del mismo modo que el régimen de las personas sanas no es propio para los enfermos, no se
puede querer gobernar a un pueblo corrompido por las mismas leyes que son convenientes a un buen
pueblo. Nada prueba mejor esta máxima que la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro
existe aún, únicamente porque sus leyes no convienen sino a hombres malos.
Se distribuyó, pues, a los ciudadanos unas tabletas, mediante las cuales cada uno podía votar sin
que se supiese cuál era su opinión; se establecieron también nuevas formalidades para recoger las
tabletas, el recuento de los votos, la comparación de los números, etc.; lo cual no impidió que la
fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones fuese con frecuencia sospechosa [47] . Se
hicieron, en fin, para impedir las intrigas y el tráfico de los sufragios, edictos, cuya inutilidad
demostró la multitud.
Hacia los últimos tiempos se estaba con frecuencia obligado a recurrir a expedientes
extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes, ya suponiendo prodigios que, si bien podían
imponer al pueblo, no imponían a aquellos que lo gobernaban; otras veces se convocaba bruscamente
una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo de hacer sus intrigas, o bien se veía
al pueblo ganado y dispuesto a tomar un mal partido. Pero, al fin, la ambición lo eludió todo, y lo que
parece increíble es que, en medio de tanto abuso, este pueblo inmenso, a favor de sus antiguas reglas,
no dejase de elegir magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, de despachar los asuntos
particulares y públicos, casi con tanta facilidad como lo hubiese podido hacer el mismo Senado.