Page 107 - El contrato social
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CAPÍTULO VII

                                                 DE LA CENSURA


  Del mismo modo que la declaración de la voluntad general se hace por la ley, la del juicio público se
  hace por la censura. La opinión pública es una especie de ley, cuyo censor es el ministro, que no hace

  más que aplicarla a los casos particulares, a ejemplo del príncipe.
      Lejos, pues, de que el tribunal censorial sea el arbitro de la opinión del pueblo, no es sino su

  declarador, y tan pronto como se aparte de él sus decisiones son vanas y no surten efecto.
      Es inútil distinguir las costumbres de una nación de los objetos de su estimación, porque todo ello
  se refiere al mismo principio y se confunde necesariamente. Entre todos los pueblos del mundo no es
  la Naturaleza, sino la opinión, la que decide de la elección de sus placeres. Corregid las opiniones de

  los hombres, y sus costumbres se depurarán por sí mismas; se ama siempre lo que es hermoso y lo
  que se considera como tal; pero en este juicio es en el que se equivoca uno; por tanto, este juicio es el

  que se trata de corregir. Quien juzga de las costumbres, juzga del honor, y quien juzga del honor
  toma su ley de la opinión.
      Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no corrige las costumbres, la
  legislación las hace nacer; cuando la legislación se debilita, las costumbres degeneran; pero entonces

  el juicio de los censores no hará lo que la fuerza de las leyes no haya hecho.
      Se  sigue  de  aquí  que  la  censura  puede  ser  útil  para  conservar  las  costumbres,  jamás  para

  restablecerlas. Estableced censores durante el vigor de las leyes; mas tan pronto como éstas lo hayan
  perdido, todo está perdido: nada legítimo tendrá fuerza cuando carezcan de ella las leyes.
      La censura mantiene las costumbres, impidiendo que se corrompan las opiniones, conservando su

  rectitud mediante sabias aplicaciones y, a veces, hasta fijándolas cuando son inciertas. El uso de los
  suplentes en los duelos, llevado hasta el extremo en el reino de Francia, fue abolido por estas solas
  palabras de un edicto del rey: «En cuanto a los que tienen la cobardía de llevar consigo suplentes».

  Este juicio, previniendo al del público, lo resolvió de pronto en un sentido dado. Pero cuando los
  mismos edictos quisieron declarar que era también una cobardía batirse en duelo —cosa muy cierta,
  pero contraria a la opinión común—, el público se burló de esta decisión, sobre la cual su juicio

  estaba ya formado.
      He  dicho  en  otra  parte   [50]   que,  no  estando  sometida  la  opinión  pública  a  la  coacción,  no  ha
  menester  de  vestigio  alguno  en  el  tribunal  establecido  para  representarla.  Nunca  se  admirará

  demasiado con qué arte ponían en práctica los romanos este resorte, completamente perdido para los
  modernos, y aun mejor que los romanos, los lacedemonios.
      Habiendo emitido una opinión buena un hombre de malas costumbres en el Consejo de Esparta,

  los éforos, sin tenerlo en cuenta, hicieron proponer la misma opinión a un ciudadano virtuoso                       [51] .
  ¡Qué  honor  para  el  uno,  qué  nota  para  el  otro,  sin  haber  recibido  palabra  alguna  de  alabanza,  ni
  censura ninguno de los dos! Ciertos borrachos de Samos              [52]  mancillaron el tribunal de los éforos; al

  día siguiente, por edicto público, fue permitido a los de Samos ser indignos. Un verdadero castigo
  hubiese sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta se pronunció sobre lo que es o
  no honrado, Grecia no apeló de sus resoluciones.
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