Page 106 - El contrato social
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los  magistrados  que  abrigaban  en  su  seno;  que  un  dictador  podía,  en  ciertos  casos,  suspender  las
  libertades públicas, sin poder nunca atentar contra ellas, y que los hierros de Roma no se forjarían en

  la misma Roma, sino en sus ejércitos. La pequeña resistencia que hicieron Mario a Sila y Pompeyo a
  César muestra bien lo que se puede esperar de la autoridad del interior contra la fuerza de fuera.
      Este error les hizo cometer grandes faltas; por ejemplo, el de no haber nombrado un dictador en

  el asunto de Catilina, pues como se trataba de una cuestión del interior de la ciudad y, a lo más, de
  alguna provincia de Italia, dada la autoridad sin límites que las leyes concedían al dictador, hubiese

  disipado fácilmente la conjura, que sólo fue ahogada por un concurso feliz de azares que nunca debe
  esperar la prudencia humana.
      En lugar de esto, el Senado se contentó con entregar todo su poder a los cónsules; por lo cual
  ocurrió que Cicerón, por obrar eficazmente, se vio obligado a pasar por cima de este poder en un

  punto  capital,  y  si  bien  los  primeros  transportes  de  júbilo  hicieron  aprobar  su  conducta,  a
  continuación se le exigió, con justicia, dar cuenta de la sangre de los ciudadanos vertida contra las

  leyes; reproche que no se le hubiese podido hacer a un dictador. Pero la elocuencia del cónsul lo
  arrastró todo, y él mismo, aunque romano, amando más su gloria que su patria, no buscaba tanto el
  medio más legítimo y seguro de salvar al Estado cuanto el de alcanzar el honor en este asunto                       [49] .
  Así, fue honrado en justicia como liberador de Roma y castigado, también en justicia, como infractor

  de las leyes. Por muy brillante que haya sido su retirada, es evidente que fue un acto de gracia.
      Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante comisión, es preciso limitar

  su duración a un término muy corto, a fin de que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que
  dan lugar a su implantación, el Estado es inmediatamente destruido o salvado y, pasada la necesidad
  apremiante, la dictadura, o es tiránica, o vana. En Roma, los dictadores no lo eran más que por seis

  meses; pero la mayor parte de ellos abdicaron antes de este plazo. Si éste hubiese sido más largo,
  acaso habrían tenido la tentación de prolongarlo, como lo hicieron los decenviros con el de un año.
  El dictador no disponía de más tiempo que el que necesitaba para proveer a la necesidad que había

  motivado su elección; mas no lo tenía para pensar en otros proyectos.
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