Page 105 - El contrato social
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CAPÍTULO VI

                                               DE LA DICTADURA


  La inflexibilidad de las leyes, que les impide plegarse a los acontecimientos, puede en ciertos casos,
  hacerlas perniciosas y causar la pérdida del Estado en sus crisis. El orden y la lentitud de las formas

  exigen  un  espacio  de  tiempo  que  las  circunstancias  niegan  algunas  veces.  Pueden  presentarse  mil
  casos que no ha previsto el legislador, y es una previsión muy necesaria comprender que no se puede

  prever todo.
      No es preciso, pues, querer afirmar las instituciones políticas hasta negar el poder de suspender
  su efecto. Esparta mismo ha dejado dormir sus leyes.
      Mas exclusivamente los mayores peligros pueden hacer vacilar y alterar el orden público, y no se

  debe jamás detener el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salvación de la patria. En
  estos casos raros y manifiestos se provee a la seguridad pública por un acto particular que confía la

  carga al más digno. Esta comisión puede darse de dos maneras, según la índole del peligro.
      Si para remediarlo basta con aumentar la actividad del gobierno, se le concentra en uno o dos de
  sus miembros; así no es la autoridad de las leyes lo que se altera, sino solamente la forma de su
  administración;  porque  si  el  peligro  es  tal  que  el  aparato  de  las  leyes  es  un  obstáculo  para

  garantizarlo,  entonces  se  nombra  un  jefe  supremo,  que  haga  callar  todas  las  leyes  y  suspenda  un
  momento la autoridad soberana. En semejante caso, la voluntad general no es dudosa, y es evidente

  que la primera intención del pueblo consiste en que el Estado no perezca. De este modo la suspensión
  de la autoridad legislativa no la abole; el magistrado que la hace callar no puede hacerla hablar: la
  domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, excepto leyes.

      El primer medio se empleaba por el Senado romano cuando encargaba a los cónsules, por una
  fórmula consagrada, de proveer a la salvación de la república. El segundo tenía lugar cuando uno de
  los dos cónsules nombraba un dictador         [48] , uso del cual Alba había dado el ejemplo a Roma.

      En  los  comienzos  de  la  república  se  recurrió  con  mucha  frecuencia  a  la  dictadura,  porque  el
  Estado  no  tenía  aún  base  bastante  fija  como  para  poder  sostenerse  por  la  sola  fuerza  de  su
  constitución.

      La  costumbre,  al  hacer  superfluas  muchas  precauciones  que  hubiesen  sido  necesarias  en  otro
  tiempo, no temía ni que un dictador abusase de su autoridad ni que intentase conservarla pasado el
  plazo. Parecía, por el contrario, que un poder tan grande era una carga para aquel que la ostentaba, a

  juzgar por la prisa con que trataba de deshacerse de ella, como si fuese un puesto demasiado penoso
  y demasiado peligroso el ocupar el de las leyes.
      Así,  no  es  el  peligro  del  abuso,  sino  el  del  envilecimiento,  lo  que  me  hace  censurar  el  uso

  indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; porque mientras se la prolongaba
  en  elecciones,  en  dedicatorias,  en  cosas  de  pura  formalidad,  era  de  temer  que  adviniese  menos
  temible  en  caso  necesario,  y  que  se  acostumbrasen  a  mirar  como  un  título  vano  lo  que  no  se

  empleaba más que en vanas ceremonias.
      Hacia el final de la república, los romanos, que habían llegado a ser más circunspectos, limitaron
  el uso de la dictadura con la misma falta de razón que la habían prodigado otras veces. Era fácil ver

  que su temor no estaba fundado; que la debilidad de la capital constituía entonces su seguridad contra
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