Page 41 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


            al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio
            lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus
            ojos a la luz de los días. Pero ¿por qué iba a llorar?
               ¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente
            que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los
            cirios;  su  cara  pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios
            morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su
            corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada, sin que tú y yo
            oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su
            vestido  negro,  almidonado  el  cuello  y el puño de sus mangas para que sus manos se
            vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto; su viejo pecho amoroso  sobre  el  que
            dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños.
               Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien.
            Nadie anda en busca de tristezas.
               Tocaron la aldaba. Tú saliste.
               -Ve tú -te dije-. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por
            el dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no
            saldrá del Purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer la justicia,
            Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien.
               Y tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres
            alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura
            con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire
            que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: «Es tanto». Y tú les
            pagaste, como quien compra una cosa, desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas,
            exprimido y vuelto a exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales...
               Y cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y
            besaste la tierra y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: «Vámonos,
            Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta».


               -¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
               -¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?
               -Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.
               -¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura
            grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la
            humedad y estará removiéndose entre el sueña.
               -¿Y quién es ella?
               -La  última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La
            verdad es que ya hablaba sola desde en vida.
               -Debe haber muerto hace mucho.
               -¡Uh, sí!, hace mucha. ¿Qué le oíste decir?
               -Algo acerca de su madre.
               -Pero si ella ni madre tuvo...
               -Pues de eso hablaba.
               -... O, al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació
            aquí, y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de tisis. Era una señora
            muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie.
               -Eso dice ella. Que nadie había ido a ver a su madre cuando murió.





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