Page 34 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la culpa.
               Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran de almorzar.
               En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la misma pregunta:
               -Pero ¿de dónde llegas, Miguel?
               -De por ahí, de visitar madres.
               -No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos?
               -Como a ti te gusten.
               -Te estoy hablando de buen modo, Miguel.
               -Lo entiendo, Damiana. No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada
            la Cuarraca?
               -Sí. Y si tú la quieres ver, allí está afuerita. Siempre madruga para venir aquí por su
            desayuno. Es una que trae un molote en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío.
            Parecer ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla,
            nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna.
               -¡Maldito viejo! Le voy a jugar tina mala pasada que hasta le harán remolino los ojos.
               Después se quedó pensando si aquella mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo
            más fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea:
               -Ven para acá, te voy a proponer un trato -le dijo.
               Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría,  lo  cierto  es  que  cuando  entró  de
            nuevo se frotaba las manos:
               -¡Vengan esos huevos! -le gritó a Damiana. Y agregó-: De hoy en adelante le darás de
            comer a esa mujer lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo.
               Mientras tanto, Fulgor Sedano se fue hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le
            preocupaba la merma porque aún tardaría la cosecha. A decir verdad, apenas si se había
            sembrado. «Quiero ver si nos alcanza.» Luego añadió: «¡Ese muchacho! Igualito  a  su
            padre; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se logre. Se me olvidó
            mencionarle que ayer vinieron con la acusación de que había matado a uno.  Si  así
            sigue...».
               Suspiró y trató de imaginar en qué lugar irían ya los vaqueros. Pero  lo  distrajo  el
            potrillo  alazán  de  Miguel  del  Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. «Ni
            siquiera lo ha desensillado», pensó. «Nilo hará. Al menos don Pedro es más consecuente
            con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho a Miguel.  Ayer  le
            comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió: "Hazte a la idea de que fui yo,
            Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se
            necesita  tener  los riñones de este tamaño." Puso sus manos así, como si midiera una
            calabaza. "La culpa de todo lo que él haga échamela a mí."»
               -Miguel le dará muchos dolores de cabeza, don Pedro. Le gusta la pendencia.
               -Déjalo moverse. Es apenas un niño. ¿Cuántos años cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No,
            Fulgor?
               -Puede que sí. Recuerdo que se lo trajeron recién, apenas ayer; pero es tan violento y
            vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará
            por perder, ya lo verá usted.
               -Es todavía una criatura, Fulgor.
               -Será  lo  qué  usted  diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí,
            alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada.
            Yo  sé  medir  el  desconsuelo,  don  Pedro.  Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí
            cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara  del  asunto;  pero  no  los  quiso.
            Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó.



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