Page 31 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que
            el suelo. Si algo se le ofrece, avíseme.
               Ella me dijo:
               -Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para
            irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué, no quieres cuidarme? Vente a dormir
            aquí conmigo.
               Aquí estoy bien.
               -Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.
               Entonces fui y me acosté con ella.


               El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella
            mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera
            derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de
            ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me  levanté.  La  mujer
            dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
               Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de
            mí.
               Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de
            agosto.
               No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las
            manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan
            delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
               Digo para siempre.
               Tengo memoria de haber visto algo así  como  nubes  espumosas  haciendo  remolino
            sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue
            lo último que vi.


               -¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la
            plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te
            estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien
            tirante,  acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber
            habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para
            llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
               -Tienes razón,.Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?
               -Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.
               -Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.
               «Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron.
            Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde
            hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad.
            El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia
            del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si
            fiera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida... »
               -Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me
            había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los
            murmullos se me reventaron las cuerdas.
               »Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que
            de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando
            en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los
            murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía.


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