Page 32 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo Juan Rulfo
Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al
pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad
de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No
sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la
casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el
agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba
más y más, hasta que se me enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que
regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco de
andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba
asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el
miedo. Por eso es que ustedes me encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre volvió
Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver.
-Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo
pregunté.
-Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había
nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un
rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol
en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya
no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor
aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras
vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló
el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.
-Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
-Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi
padre. Me trajo la ilusión.
-¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la
deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, una ilusión más; porque nunca
tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de
todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que
tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como
buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y
todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a
otro el «maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras
viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno
de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión
de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello
fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de
pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían
dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que
tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y
nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno
de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi
estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo
así como una cáscara de nuez: «Esto prueba lo que te demuestra».
»Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que
aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro
de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: «Ve a
descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea
menos largo.»
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