Page 35 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo Juan Rulfo
-¿De-quién se trataba?
-Es gente que no conozco.
-No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe.
Llegó a las trojes y sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si
no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la altura: «Rendirá -dijo-. En cuanto crezca el
pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de sobra».
De regreso miró al cielo lleno de nubes. «Tendremos agua para un buen rato.» Y se
olvidó de todo lo demás.
Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto
comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba
cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían
cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su-infancia y sus mejores años en este
pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su
lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el
mismo que ella conoció.
-No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del
cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos
tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí
todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria.
Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo
dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies
es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le
cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber
nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
-Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
-Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por
ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He
descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me
hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras
de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y
que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara
de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan
fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis
manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.
Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las
puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos-
hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a
llamar. Después siguió corriendo.
Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado.
Ruidos vagos.
Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste;
aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo
hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada
contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces,
diciéndole: «¡Han matado a tu padre!». Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida
por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal
repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras
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