Page 28 - Pedro Páramo
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Pedro Páramo                                                                     Juan Rulfo


               -¿Cuánto hace que están ustedes aquí?
               -Desde siempre. Aquí nacimos.
               -Debieron conocer a Dolores Preciado.
               -Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he
            estado sempiternarnente... Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo su mujer.
            Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere
            creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba  el  sol-.
            ¡Míremela cara!
               Era una cara común y corriente.
               -¿Qué es lo que quiere que le mire?
               -¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de
            arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.
               -¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a
            nadie.
               -Eso cree usted; pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si
            Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es
            que se la pasan encerrados. De día no se qué harán; pero las noches se las pasan en su
            encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que
            andan  sueltas  por  la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta
            verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni  la  lucha  le  hacemos  para  rezar
            porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les
            tocaría  un  pedazo  de  padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están
            nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de
            Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza
            no cura. Al menos eso me-dijo el obispo que pasó por aquí  hace  algún  tiempo  dando
            confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:
               »-Eso no se perdona -me dijo.
               »-Estoy avergonzada.
               »-No es el remedio.
               »-¡Cásenos usted!
               »-¡Apártense!
               »-Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al
            otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había
            que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quién confirmar cuando regrese.
               »--Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.
               »-Pero ¿cómo viviremos?
               »-Como viven los hombres.
               »Y se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera
            dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto
            está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo
            conseguirá  de  ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye
            usted?
               -Sí, lo oigo.
               -Es él.
               Se abrió la puerta.
               -¿Qué pasó con el becerro? -preguntó ella.
               -Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde
            asiste. Hoy en la noche lo agarraré.



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