Page 99 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           pensaba en   estos cambios, y por primera vez    en  sus callados años de  soledad  lo  atormentó la
           definida certidumbre   de  que  había sido  un error  no  proseguir  la  guerra  hasta sus  últimas
           consecuencias. Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de
           siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente
           con  un  cabo  de  la  policía  y  le  derramó  el refresco  en  el uniforme,  el bárbaro  lo  hizo  picadillo  a
           machetazos   y decapitó  de  un tajo  al  abuelo  que  trató  de  impedirlo.  Todo  el  pueblo  vio  pasar  al
           decapitado  cuando  un grupo  de  hombres  lo  llevaban a su  casa,  y la  cabeza arrastrada que  una
           mujer llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de
           niño.
              Para  el coronel Aureliano   Buendía  fue  el límite  de  la  expiación.  Se  encontró  de  pronto
           padeciendo la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue
           muerta a palos   porque  la  mordió  un perro  con mal  de  rabia.  Miró  a los  grupos  de  curiosos  que
           estaban frente  a la  casa  y con su  antigua voz estentórea,  restaurada por  un hondo   desprecio
           contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón.
              -¡Un día de estos -gritó- voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de
           mierda!
              En el curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus diecisiete hijos fueron cazados
           como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza. Aureliano
           Triste salía de la casa de su madre a las siete de la noche, cuando un disparo de fusil surgido de
           la oscuridad le perforó la frente. Aureliano Centeno fue encontrado en la hamaca que solía colgar
           en  la  fábrica,  con un punzón  de  picar  hielo  clavado  hasta la  empuñadura   entre  las  cejas.
           Aureliano Serrador había dejado a su novia en casa de sus padres después de llevarla al cine, y
           regresaba por la iluminada calle de los Turcos cuando alguien que nunca fue identificado entre la
           muchedumbre     disparó  un tiro  de  revólver  que  lo  derribó  dentro  de  un caldero  de  manteca
           hirviendo.  Pocos  minutos  después,  alguien llamó  a la  puerta del  cuarto  donde  Aureliano  Arcaya
           estaba encerrado  con una mujer,   y le  gritó: «Apúrate,  que  están matando  a tus  hermanos.»  La
           mujer que estaba con él contó después que Aureliano Arcaya saltó de la cama y abrió la puerta, y
           fue esperado con una descarga de máuser que le desbarató el cráneo. Aquella noche de muerte,
           mientras la casa se preparaba para velar los cuatro cadáveres, Fernanda recorrió el pueblo como
           una loca buscando a Aureliano Segundo, a quien Petra Cotes encerró en un ropero creyendo que
           la  consigna  de  exterminio  incluía  a  todo  el que  llevara  el nombre  del coronel.  No  le  dejó  salir
           hasta el  cuarto  día,  cuando  los  telegramas  recibidos  de  distintos  lugares  del  litoral  permitieron
           comprender   que  la  saña del  enemigo  invisible  estaba dirigida solamente  contra  los  hermanos
           marcados con   cruces de  ceniza. Amaranta buscó la   libreta  de  cuentas donde había anotado los
           datos de los sobrinos, y a medida que llegaban los telegramas iba tachando nombres, hasta que
           sólo  quedó el  del  mayor. Lo recordaban   muy bien   por el  contraste de  su  piel  oscura con  los
           grandes ojos verdes. Se llamaba Aureliano Amador, era carpintero, y vivía en un pueblo perdido
           en  las estribaciones de  la  sierra. Después de  esperar dos semanas el  telegrama de  su  muerte,
           Aureliano Segundo le mandó un emisario para prevenirlo, pensando que ignoraba la amenaza que
           pesaba sobre  él.  El  emisario  regresó  con la  noticia de  que  Aureliano  Amador  estaba a salvo.  La
           noche del  exterminio  habían  ido a buscarlo dos hombres a su     casa, y habían  descargado sus
           revólveres  contra  él,  pero  no  le  habían acertado  a la  cruz de  ceniza.  Aureliano  Amador  logró
           saltar  la  cerca del  patio,  y se  perdió  en  los  laberintos  de  la  sierra  que  conocía palmo  a palmo
           gracias a la amistad de los indios con quienes comerciaba en maderas. No había vuelto a saberse
           de él.
              Fueron días negros para el coronel Aureliano Buendía. El presidente de la república le dirigió un
           telegrama de pésame, en el que prometía una investigación exhaustiva, y rendía homenaje a los
           muertos. Por orden   suya, el  alcalde se presentó  al  entierro con  cuatro coronas fúnebres que
           pretendió colocar sobre los ataúdes, pero el   coronel  lo  puso en  la  calle. Después del  entierro,
           redactó  y llevó  personalmente  un telegrama violento  para  el  presidente  de  la  república,  que  el
           telegrafista se  negó  a tramitar.  Entonces  lo  enriqueció  con términos  de  singular  agresividad,  lo
           metió en un sobre y lo puso al correo. Como le había ocurrido con la muerte de su esposa, como
           tantas veces le    ocurrió durante la    guerra con    la  muerte   de  sus mejores amigos, no
           experimentaba un sentimiento     de  pesar,  sino  una rabia ciega y  sin dirección,  una extenuante
           impotencia. Llegó hasta denunciar la complicidad del padre Antonio Isabel, por haber marcado a
           sus hijos con   ceniza  indeleble para que fueran   identificados por sus enemigos. El    decrépito
           sacerdote que ya no hilvanaba muy bien las ideas y empezaba a espantar a los feligreses con las



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