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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           niños asistieron a la limpieza, Úrsula pensó que Fernanda había puesto el anillo en el único lugar
           en  que ellos no  podían  alcanzarlo:  la  repisa. Fernanda, en  cambio, lo  buscó únicamente en  los
           trayectos  de  su  itinerario  cotidiano,  sin saber  que  la  búsqueda de  las  cosas  perdidas  está
           entorpecida por los hábitos rutinarios, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas.
              La crianza de José Arcadio ayudó a Úrsula en la tarea agotadora de mantenerse al corriente de
           los mínimos cambios de la casa. Cuando se daba cuenta de que Amaranta estaba vistiendo a los
           santos del dormitorio, fingía que le enseñaba al niño las diferencias de los colores.
              -Vamos a ver -le decía-, cuéntame de qué color está vestido San Rafael Arcángel.
              En esa forma, el niño le daba la información que le negaban sus ojo s , y mucho antes de que él
           se fuera al seminario ya podía Úrsula distinguir por la textura los distintos colores de la ropa de
           los  santos.  A veces  ocurrían accidentes  imprevistos.  Una tarde  estaba Amaranta bordando  en  el
           corredor de las begonias, y Úrsula tropezó con ella.
              -Por el amor de Dios -protestó Amaranta-, fíjese por donde camina.
              -Eres tú -dijo Úrsula-, la que estás sentada donde no debe ser.
              Para  ella  era cierto.  Pero  aquel  día empezó   a darse  cuenta de    algo  que  nadie  había
           descubierto,  y era que  en  el  transcurso  del  año  el  sol  iba cambiando  imperceptiblemente  de
           posición, y quienes se sentaban en el corredor tenían que ir cambiando de lugar poco a poco y sin
           advertirlo. A partir de entonces, Úrsula no tenía sino que recordar la fecha para conocer el lugar
           exacto  en  que  estaba sentada Amaranta.    Aunque  el  temblor  de  las  manos  era cada vez más
           perceptible y no podía con el peso de los pies, nunca se vio su menudita figura en tantos lugares
           al mismo tiempo. Era casi tan diligente como cuando llevaba encima todo el peso de la casa. Sin
           embargo, en la impenetrable soledad de la decrepitud dispuso de tal clarividencia para examinar
           hasta los más insignificantes acontecimientos de la familia, que por primera vez vio con claridad
           las  verdades  que  sus  ocupaciones  de  otro  tiempo  le  habían impedido  ver.  Por  la  época en  que
           preparaban a José Arcadio para el seminario, ya había hecho una recapitulación infinitesimal de la
           vida  de  la  casa  desde  la  fundación  de  Macondo,  y  había  cambiado  por  completo  la  opinión  que
           siempre  tuvo  de  sus  descendientes.  Se  dio  cuenta de  que  el  coronel  Aureliano  Buendía no  le
           había  perdido  el cariño  a  la  familia  a  causa  del endurecimiento  de  la  guerra,  como  ella  creía
           antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables
           mujeres de  una  noche que pasaron    por su  vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no
           había hecho   tantas  guerras  por  idealismo,  como  todo  el  mundo  creía,  ni  había renunciado  por
           cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creta, sino que había ganado y perdido por
           el  mismo  motivo,  por  pura  y pecaminosa  soberbia.  Llegó  a la  conclusión  de  que  aquel  hijo  por
           quien ella habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche,
           cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía
           despertó  a su  lado  y se alegró con  la  idea de  que el  niño  iba a ser ventrílocuo. Otras personas
           pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel
           bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara
           morir  la  criatura  en  el vientre.  Pero  la  lucidez  de  la  decrepitud  le  permitió  ver,  y  así lo  repitió
           muchas   veces,  que  el  llanto  de  los  niños  en  el  vientre  de  la  madre  no  es  un anuncio  de
           ventriloquia  ni de  facultad  adivinatoria,  sino  una  señal inequívoca  de  incapacidad  para  el amor.
           Aquella  desvalorización  de  la  imagen  del hijo  le  suscitó  de  un  golpe  toda  la  compasión  que  le
           estaba debiendo. Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada
           amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había
           existido  jamás,  y  comprendió  con  una  lastimosa  clarividencia  que  las  injustas  torturas  a  que
           había sometido   a Pietro  Crespi  no  eran dictadas  por  una voluntad de  venganza,  como  todo  el
           mundo creía, ni el lento martirio con que frustró la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido
           determinado   por  la  mala  hiel  de  su  amargura,  como  todo  el  mundo  creía,  sino  que  ambas
           acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y
           había  triunfado finalmente  el  miedo irracional  que Amaranta   le  tuvo siempre a   su  propio  y
           atormentado corazón. Fue por esa época que Úrsula empezó a nombrar a Rebeca, a evocaría con
           un viejo  cariño  exaltado  por  el  arrepentimiento  tardío  y la  admiración  repentina,  habiendo
           comprendido que solamente ella, Rebeca, la que nunca se aumentó de su leche sino de la tierra
           de  la  tierra y la  cal  de  las paredes, la  que no  llevó en  las venas sangre de  sus venas sino  la
           sangre desconocida de los desconocidos cuyos huesos seguían cloqueando en la tumba, Rebeca,
           la del corazón impaciente, la del vientre desaforado, era la única que tuvo la valentía sin frenos
           que Úrsula había deseado para su estirpe.



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