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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                           XIII



              En  el  aturdimiento  de  los últimos años, Úrsula  había dispuesto de  muy escasas treguas para
           atender a la formación papal de José Arcadio, cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas
           para irse al seminario. Meme, su hermana, repartida entre la rigidez de Fernanda y las amarguras
           de  Amaranta,  llegó  casi  al  mismo  tiempo  a la  edad prevista para  mandarla  al  colegio  de  las
           monjas   donde  harían de  ella  una virtuosa  del  clavicordio.  Úrsula  se  sentía  atormentada por
           graves dudas acerca de la eficacia de los métodos con que había templado el espíritu del lánguido
           aprendiz  de  Sumo   Pontífice,  pero  no  le  echaba  la  culpa  a  su  trastabillante  vejez  ni a  los
           nubarrones que apenas le    permitían  vislumbrar el  contorno  de  las cosas, sino  a algo  que ella
           misma no    lograba definir  pero  que  concebía  confusamente  como   un progresivo  desgaste  del
           tiempo.  «Los  años  de  ahora ya no   vienen  como  los  de  antes»,  solía  decir,  sintiendo  que  la
           realidad cotidiana se le escapaba de las manos. Antes, pensaba, los niños tardaban mucho para
           crecer.  No  había sino  que  recordar  todo  el  tiempo  que  se  necesitó  para  que  José  Arcadio,  el
           mayor,  se  fuera con los  gitanos,  y todo  lo  que  ocurrió  antes  de  que  volviera  pintado  como  una
           culebra y hablando   como   un  astrónomo, y las cosas que ocurrieron    en  la  casa antes de  que
           Amaranta y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el castellano. Había que ver
           las de sol y sereno que soportó el pobre José Arcadio Buendía bajo el castaño, y todo lo que hubo
           que  llorar  su  muerte  antes  de  que  llevaran moribundo  a un coronel  Aureliano  Buendía que
           después de tanta guerra y después de tanto sufrir por él, aún no cumplía cincuenta años. En otra
           época, después de pasar todo el día haciendo animalitos de caramelo, todavía le sobraba tiempo
           para ocuparse de los niños, para verles en el blanco del ojo que estaban necesitando una pócima
           de aceite de ricino. En cambio, ahora, cuando no tenía nada que hacer y andaba con José Arcadio
           acaballado  en  la  cadera  desde el  amanecer hasta  la  noche, la  mala  clase del  tiempo  le  había
           obligado a dejar cosas a medias. La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya
           había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y
           fastidiaba a los forasteros con la preguntadora de si no habían dejado en la casa, por los tiempos
           de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a
           ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía
           levantarse  de  la  cama,  parecía simplemente  que  estaba vencida por  la  decrepitud,  pero  nadie
           descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al
           principio  creyó  que  se  trataba  de  una  debilidad  transitoria,  y  tomaba  a  escondidas  jarabe  de
           tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se
           hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del
           invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el
           resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se
           empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para
           seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más
           tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con
           una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de
           la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y
           sabía cuándo  estaba la  leche  a punto  de  hervir,  Conoció  con tanta seguridad el  lugar  en  que  se
           encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión,
           Fernanda  alborotó  la  casa  porque  había  perdido  su  anillo  matrimonial,  y  Úrsula  lo  encontró  en
           una   repisa  del  dormitorio   de   los  niños.  Sencillamente,   mientras   los  otros   andaban
           descuidadamente    por  todos  lados,  ella  los  vigilaba con sus  cuatro  sentidos  para  que  nunca la
           tomaran   por  sorpresa,  y  al cabo  de  algún  tiempo  descubrió  que  cada  miembro  de  la  familia
           repetía todos los días, sin  darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi
           repetía las mismas palabras a la   misma hora. Sólo    cuando  se salían  de  esa meticulosa rutina
           corrían el riesgo de perder algo. De modo que cuando oyó a Fernanda consternada porque había
           perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único distinto que había hecho aquel día era asolear las
           esteras de  los niños porque  Meme   había descubierto  una  chinche la  noche anterior. Como   los




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