Page 104 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Rebeca -decía, tanteando las paredes-, ¡qué injustos hemos sido contigo!
              En la casa, sencillamente, creían que desvariaba, sobre todo desde que le dio por andar con el
           brazo derecho levantado, como el arcángel Gabriel. Fernanda se dio cuenta, sin embargo, de que
           había un sol de clarividencia en las sombras de ese desvarío, pues Úrsula podía decir sin titubeos
           cuánto  dinero  se  había gastado  en  la  casa  durante  el  último  año.  Amaranta tuvo  una idea
           semejante cierto día en que su madre meneaba en la cocina una olla de sopa, y dijo de pronto,
           sin saber que la estaban oyendo, que el molino de maíz que le compraron a los primeros gitanos,
           y que  había desaparecido   desde  antes  de  que  José  Arcadio  le  diera sesenta y cinco  veces  la
           vuelta al mundo, estaba todavía en casa de Pilar Ternera. También casi centenaria, pero entera y
           ágil  a pesar  de  la  inconcebible  gordura que  espantaba a los  niños  como  en  otro  tiempo  su  risa
           espantaba a, las palomas, Pilar Ternera no se sorprendió del acierto de Úrsula, porque su propia
           experiencia  empezaba    a  indicarle que una    vejez  alerta  puede ser más atinada      que las
           averiguaciones de barajas.
              Sin embargo,   cuando   Úrsula  se  dio  cuenta de  que  no  le  había alcanzado  el  tiempo  para
           consolidar la  vocación  de  José Arcadio, se dejó  aturdir por la  consternación.  Empezó  a cometer
           errores, tratando de ver con los ojos las cosas que la intuición le permitía ver con mayor claridad.
           Una mañana le    echó  al  niño  en  la  cabeza el  contenido  de  un tintero  creyendo  que  era agua
           florida.  Ocasionó  tantos  tropiezos  con la  terquedad de   intervenir  en  todo,  que  se  sintió
           trastornada por ráfagas de mal humor, y trataba de quitarse las tinieblas que por fin la estaban
           enredando   como  un camisón de   telaraña.  Fue  entonces  cuando  se  le  ocurrió  que  su  torpeza no
           era  la  primera  victoria  de  la  decrepitud  y  la  oscuridad,  sino  una  falla  del tiempo.  Pensaba  que
           antes, cuando Dios no hacía con los meses y los años las mismas trampas que hacían los turcos
           al medir una yarda de percal, las cosas eran diferentes. Ahora no sólo crecían los niños más de
           prisa,  sino  que  hasta los  sentimientos  evolucionaban de  otro  modo.  No  bien  Remedios,  la  bella,
           había subido al cielo en cuerpo y alma, y ya la desconsiderada Fernanda andaba refunfuñando en
           los rincones porque  se había llevado  las sábanas. No bien  se habían  enfriado  los cuerpos de  los
           Aurelianos  en  sus  tumbas,  y  ya  Aureliano  Segundo  tenía  otra  vez  la  casa  prendida,  llena  de
           borrachos  que  tocaban el  acordeón  y se  ensopaban en  champaña,   como  si  no  hubieran muerto
           cristianos sino  perros, y como  si  aquella  casa de  locos que tantos dolores de  cabeza  y tantos
           animalitos  de  caramelo  había costado,  estuviera predestinada a convertirse  en  un basurero  de
           perdición.  Recordando   estas  cosas  mientras  alistaban el  baúl  de  José  Arcadio,  Úrsula  se
           preguntaba  si  no  era  preferible  acostarse de  una  vez  en  la  sepultura  y que le  echaran  la  tierra
           encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro
           para  soportar  tantas  penas  y mortificaciones;  y preguntando  y preguntando    iba atizando  su
           propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero,
           y de  permitirse  por  fin un instante  rebeldía,  el  instante  tantas  veces  anhelado  y tantas  veces
           aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse
           del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo
           un siglo de conformidad.
              -¡Carajo! -gritó.
              Amaranta, que empezaba a meter la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
              -¡Dónde está! -preguntó alarmada.
              -¿Qué?
              -¡El animal! -aclaró Amaranta.
              Úrsula se puso un dedo en el corazón.
              -Aquí -dijo.
              Un  jueves a las dos de  la  tarde, José Arcadio se fue al  seminario. Úrsula  había de  evocarlo
           siempre como lo imaginó al despedirlo, lánguido y serio y sin derramar una lágrima, como ella le
           había enseñado,   ahogándose   de  calor  dentro  del  vestido  de  pana verde  con botones  de  cobre  y
           un lazo almidonado en el cuello. Dejó el comedor impregnado de la penetrante fragancia de agua
           de florida que ella le echaba en la cabeza para poder seguir su rastro en la casa. Mientras duró el
           almuerzo de despedida, la familia disimuló el nerviosismo con expresiones de júbilo, y celebró con
           exagerado  entusiasmo   las  ocurrencias  del  padre  Antonio  Isabel.  Pero  cuando  se  llevaron el  baúl
           forrado de terciopelo con esquinas de plata, fue como si hubieran sacado de la casa un ataúd. El
           único que se negó a participar en la despedida fue el coronel Aureliano Buendía.
              -Esta era la última vaina que nos faltaba -refunfuñó-: ¡un Papa!





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