Page 74 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Él le hizo una sonrisa distante, levantó la mano con todos los dedos extendidos, y sin decir una
palabra abandonó la casa y se enfrentó a los gritos, vituperios y blasfemias que habían de
perseguirlo hasta la salida del pueblo. Úrsula pasó la tranca en la puerta decidida a no quitarla en
el resto de su vida. «Nos pudriremos aquí dentro -pensó-. Nos volveremos ceniza en esta casa sin
hombres, pero no le daremos a este pueblo miserable el gusto de vernos llorar.» Estuvo toda la
mañana buscando un recuerdo de su hijo en los más secretos rincones, y no pudo encontrarlo.
El acto se celebró a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca en
torno a la cual había de fundarse más tarde el pueblo de Neerlandia. Los delegados del gobierno
y los partidos, y la comisión rebelde que entregó las armas, fueron servidos por un bullicioso
grupo de novicias de hábitos blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por la lluvia.
El coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más atormentado
por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños, pues había llegado al
término de toda esperanza, más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria. De acuerdo con lo
dispuesto por él mismo, no hubo música, ni cohetes, ni campanas de júbilo, ni vítores, ni ninguna
otra manifestación que pudiera alterar el carácter luctuoso del armisticio. Un fotógrafo ambulante
que tomó el único retrato suyo que hubiera podido conservarse, fue obligado a destruir las placas
sin revelarías.
El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las firmas. En torno de la
rústica mesa colocada en el centro de una remendada carpa de circo, donde se sentaron los
delegados, estaban los últimos oficiales que permanecieron fieles al coronel Aureliano Buendía.
Antes de tomar las firmas, el delegado personal del presidente de la república trató de leer en voz
alta el acta de la rendición, pero el coronel Aureliano Buendía se opuso. «No perdamos el tiempo
en formalismos», dijo, y se dispuso a firmar los pliegos sin leerlos. Uno de sus oficiales rompió
entonces el silencio soporífero de la carpa.
-Coronel -dijo-, háganos el favor de no ser el primero en firmar.
El coronel Aureliano Buendía accedió. Cuando el documento dio la vuelta completa a la mesa,
en medio de un silencio tan nítido que habrían podido descifrarse las firmas por el garrapateo de
la pluma en el papel, el primer lugar estaba todavía en blanco. El coronel Aureliano Buendía se
dispuso a ocuparlo.
-Coronel -dijo entonces otro de sus oficiales-, todavía tiene tiempo de quedar bien.
Sin inmutarse, el coronel Aureliano Buendía firmó la primera copia. No había acabado de firmar
la última cuando apareció en la puerta de la carpa un coronel rebelde llevando del cabestro una
mula cargada con dos baúles. A pesar de su extremada juventud, tenía un aspecto árido y una
expresión paciente. Era el tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. Había
hecho un penoso viaje de seis días, arrastrando la mula muerta de hambre, para llegar a tiempo
al armisticio. Con una parsimonia exasperante descargó los baúles, los abrió, y fue poniendo en la
mesa, uno por uno, setenta y dos ladrillos de oro. Nadie recordaba la existencia de aquella
fortuna. En el desorden del último año, cuando el mando central saltó en pedazos y la revolución
degeneró en una sangrienta rivalidad de caudillos, era imposible determinar ninguna res-
ponsabilidad. El oro de la rebelión, fundido en bloques que luego fueron recubiertos de barro
cocido, quedó fuera de todo control. El coronel Aureliano Buendía hizo incluir los setenta y dos
ladrillos de oro en el inventario de la rendición, y clausuró el acto sin permitir discursos. El
escuálido adolescente permaneció frente a él, mirándolo a los ojos con sus serenos ojos color de
almíbar.
-¿Algo más? -le preguntó el coronel Aureliano Buendía.
El joven coronel apretó los dientes.
-El recibo -dijo.
El coronel Aureliano Buendía se lo extendió de su puño y letra. Luego tomó un vaso de
limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias, y se retiró a una tienda de cam-
paña que le habían preparado por si quería descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el
borde del catre, y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el circulo de yodo
que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula destapó la
olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara tanto para hervir, y la encontró llena
de gusanos
-¡Han matado a Aureliano! -exclamó.
Miró hacia el patio, obedeciendo a una costumbre de su soledad, y entonces vio a José Arcadio
Buendía, empapado, triste de lluvia y mucho más viejo que cuando murió. «Lo han matado a
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