Page 73 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           esfuerzo  para  buscar  en  su  corazón el  sitio  donde  se  le  habían podrido  los  afectos,  y no  pudo
           encontrarlo.  En  otra  época,  al  menos,  experimentaba un confuso    sentimiento  de  vergüenza
           cuando  sorprendía  en  su  propia  piel  el  olor de  Úrsula, y en  más de  una  ocasión  sintió  sus
           pensamientos   interferidos  por  el  pensamiento  de  ella.  Pero  todo  eso  había sido  arrasado  por  la
           guerra. La propia Remedios, su esposa, era en aquel momento la imagen borrosa de alguien que
           pudo  haber sido  su  hija. Las incontables mujeres que conoció en    el  desierto  del  amor, y que
           dispersaron su simiente en todo el litoral, no habían dejado rastro alguno en sus sentimientos. La
           mayoría de ellas entraba en el cuarto en la oscuridad y se iban antes del alba, y al día siguiente
           eran  apenas  un  poco de  tedio en  la  memoria  corporal. El  único afecto que prevalecía  contra  el
           tiempo y la guerra, fue el que sintió por su hermano José Arcadio, cuando ambos eran niños, y no
           estaba fundado en el amor, sino en la complicidad.
              -Perdone -se excusó ante la petición de Úrsula-. Es que esta guerra ha acabado con todo.
              En los días siguientes se ocupó de destruir todo rastro de su paso por el mundo. Simplificó el
           taller de platería hasta sólo dejar los objetos impersonales, regaló sus ropas a los ordenanzas y
           enterró  sus  armas  en  el  patio  con el  mismo  sentido  de  penitencia  con que  su  padre  enterró  la
           lanza que dio muerte a Prudencio Aguilar. Sólo conservó una pistola, y con una sola bala. Úrsula
           no  intervino.  La  única  vez que  lo  disuadió  fue  cuando  él  estaba a punto   de  destruir  el
           daguerrotipo de Remedios que se conservaba en la sala, alumbrado por una lámpara eterna. «Ese
           retrato dejó de pertenecerte hace mucho tiempo -le dijo-. Es una reliquia de familia.» La víspera
           del armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo, llevó a
           la panadería el baúl con los versos en el momento en que Santa Bofia de la Piedad se preparaba
           para encender el horno.
              -Préndalo con esto -le dijo él, entregándole el primer rollo de papeles amarillento-. Arde mejor,
           porque son cosas muy viejas.
              Santa Sofía de  la  Piedad,  la  silenciosa,  la  condescendiente,  la  que  nunca contrarió  ni  a sus
           propios hijos, tuvo la impresión de que aquel era un acto prohibido.
              -Son papeles importantes -dijo.
              -Nada de eso -dijo el coronel-. Son cosas que se escriben para uno mismo.
              -Entonces -dijo ella- quémelos usted mismo, coronel.
              No sólo lo hizo, sino que despedazó el baúl con una hachuela y echó las astillas al fuego. Horas
           antes,  Pilar  Ternera había estado  a visitarlo.  Después  de  tantos  años  de  no  verla,  el  coronel
           Aureliano  Buendía se   asombró   de  cuánto  había envejecido  y engordado,   y de   cuánto  había
           perdido el esplendor de su risa, pero se asombró también de la profundidad que había logrado en
           la lectura de las barajas. «Cuídate la boca», le dijo ella, y él se preguntó si la otra vez que se lo
           dijo,  en  el  apogeo  de  la  gloria,  no  había sido  una visión  sorprendentemente  anticipada de  su
           destino. Poco después, cuando     su  médico personal  acabó de   extirparle  los golondrinos, él  le
           preguntó  sin demostrar  un interés  particular  cuál  era el  sitio  exacto  del  corazón.  El  médico  lo
           auscultó y le pintó luego un circulo en el pecho con un algodón sucio de yodo.
              El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la
           cocina antes de las cinco y tomó su habitual café sin azúcar. «Un día como este viniste al mundo
           -le dijo Úrsula-. Todos se asustaron con tus ojos abiertos.» Él no le puso atención, porque estaba
           pendiente de los aprestos de tropa, los toques de corneta y las voces de mando que estropeaban
           el alba.  Aunque   después   de  tantos  años  de  guerra  debían  parecerle  familiares,  esta  vez
           experimentó   el mismo   desaliento  en  las  rodillas,  y  el mismo  cabrilleo  de  la  piel que  había
           experimentado   en  su  juventud en  presencia de  una mujer  desnuda.  Pensó  confusamente,  al  fin
           capturado en una trampa de la nostalgia, que tal vez si se hubiera casado con ella hubiera sido
           un hombre sin guerra y sin gloria, un artesano sin nombre, un animal feliz. Ese estremecimiento
           tardío,  que  no  figuraba en  sus  previsiones,  le  amargó  el  desayuno.  A las  siete  de  la  mañana,
           cuando   el coronel Gerineldo  Márquez   fue  a  buscarlo  en  compañía  de  un  grupo  de  oficiales
           rebeldes, lo encontró más taciturno que nunca, más pensativo y solitario. Úrsula trató de echarle
           sobre los hombros una manta nueva. «Qué va a pensar el gobierno -le dijo-. Se imaginarán que
           te has rendido porque ya no tenias ni con qué comprar una manta.» Pero él no la aceptó. Ya en la
           puerta,  viendo  que  seguía  la  lluvia,  se  dejó  poner  un viejo  sombrero  de  fieltro  de  José  Arcadio
           Buendía.
              -Aureliano -le dijo entonces Úrsula-, prométeme que si te encuentras por ahí con la mala hora,
           pensarás en tu madre.





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