Page 71 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Iba  a  seguir,  pero  el coronel Aureliano  Buendía  lo  interrumpió  con  una  señal.  «No  pierda  el
           tiempo,  doctor  -dijo-.  Lo  importante  es  que  desde  este  momento  sólo  luchamos  por  el  poder.»
           Sin dejar de sonreír, tomó los pliegos que le entregaron los delegados y se dispuso a firmar.
              -Puesto que es así -concluyó-, no tenemos ningún inconveniente en aceptar.
              Sus hombres se miraron consternados.
              -Me perdona,   coronel  -dijo suavemente   el  coronel  Genireldo Márquez-, pero esto es una
           traición.
              El coronel Aureliano Buendía detuvo en el aire la pluma entintada, y descargó sobre él todo el
           peso de su autoridad.
              -Entrégueme sus armas -ordenó.
              El coronel Gerineldo Márquez se levantó y puso las armas en la mesa.
              -Preséntese en el cuartel -le ordenó el coronel Aureliano Buendía-. Queda usted a disposición
           de los tribunales revolucionarios.
              Luego firmó la declaración y entregó las pliegas a las emisarias, diciéndoles:
              -Señores, ahí tienen sus papeles. Que les aprovechen.
              Dos días después, el   coronel  Gerineldo  Márquez, acusado  de  alta traición, fue  condenado  a
           muerte. Derrumbado en su hamaca, el coronel Aureliano Buendía fue insensible a las súplicas de
           clemencia. La víspera de la ejecución, desobedeciendo la arden de no molestarlo, Úrsula lo visitó
           en el dormitorio. Cerrada de negro, investida de una rara solemnidad, permaneció de pie los tres
           minutos  de  la  entrevista.  «Sé  que  fusilarás  a Gerineldo  -dijo  serenamente-,  y  no  puedo  hacer
           nada por impedirlo. Pero una cosa te advierto: tan pronto como vea el cadáver, te lo juro por los
           huesos  de  mi  padre  y mi  madre,  por  la  memoria de  José  Arcadio  Buendía,  te  lo  juro  ante  Dios,
           que te he de sacar de donde te metas y te mataré con mis propias manos.» Antes de abandonar
           el cuarto, sin esperar ninguna réplica, concluyó:
              -Es lo mismo que habría hecho si hubieras nacido con cola de puerco.
              Aquella  noche  interminable,  mientras   el coronel Gerineldo   Márquez   evocaba   sus  tardes
           muertas en   el  costurero de  Amaranta,  el  coronel  Aureliano Buendía  rasguñó durante muchas
           horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la
           tarde  remota en  que  su  padre  lo  llevó  a conocer  el  hielo,  habían transcurrido  en  el  taller  de
           platería,  donde  se  le  iba el  tiempo  armando  pescaditos  de  oro.  Había tenido  que  promover  32
           guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en
           el  muladar  de  la  gloria,  para  descubrir  con casi  cuarenta años  de  retraso  los  privilegios  de  la
           simplicidad.
              Al amanecer,   estragado  por  la  tormentosa  vigilia,  apareció  en  el cuarto  del cepo  una  hora
           antes  de  la  ejecución.  «Terminó  la  farsa,  compadre  -le  dijo  al  coronel  Gerineldo  Márquez-.
           Vámonos de aquí, antes de que acaben de fusilarte los mosquitos.» El coronel Gerineldo Márquez
           no pudo reprimir el desprecio que le inspiraba aquella actitud.
              -No, Aureliano -replicó-. Vale más estar muerto que verte convertido en un chafarote.
              -No me verás -dijo el coronel Aureliano Buendía-. Ponto los zapatos y ayúdame a terminar con
           esta guerra de mierda.
              Al  decirlo, no  imaginaba que era más fácil  empezar una  guerra que terminarla. Necesitó  casi
           un año  de  rigor  sanguinario  para  forzar  al  gobierno  a proponer  condiciones  de  paz favorables  a
           los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a
           inconcebibles extremos de   crueldad  para sofocar las rebeliones de  sus propios ofíciales, que se
           resistían a feriar  la  victoria  y terminó  apoyándose   en  fuerzas enemigas para     acabar   de
           someterlos.
              Nunca fue mejor guerrero que entonces. La certidumbre de que por fin peleaba por su propia
           liberación, y no por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho y
           al  revés  según las  circunstancias,  le  infundió  un entusiasmo  enardecido.  El  coronel  Gerineldo
           Márquez, que luchó por el fracaso con tanta convicción y tanta lealtad como antes había luchado
           por el triunfo, le reprochaba su temeridad inútil. «No te preocupes -sonreía él-. Morirse es mucho
           más  difícil  de  lo  que  uno  cree.» En  su  caso  era verdad.  La  seguridad de  que  su  día estaba
           señalado  lo  invistió  de  una  inmunidad  misteriosa,  una  inmortalidad  a  término  fijo  que  lo  hizo
           invulnerable  a  los  riesgos  de  la  guerra,  y  le  permitió  finalmente  conquistar  una  derrota  que  era
           mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria.
              En casi veinte años de guerra, el coronel Aureliano Buendía había estado muchas veces en la
           casa, pero el estado de urgencia en que llegaba siempre, el aparato militar que lo acompañaba a



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